El
más terrible de estos bombardeos fue el que llevaron a cabo entre siete y nueve
Savoya “Sparviero”, al mando de los capitanes Zigiotti y De Prato, la mañana
del 25 de mayo de 1938, lanzando 90 bombas y causando más de 300 muertos. Yo
tengo un testimonio de primera mano de esta brutal agresión a la población
civil de Alacant: Mi madre, Magdalena Oca, tenía entonces casi 20 años de edad.
Hacía muy poco que había fallecido su padre, de muerte natural, y su novio – mi
futuro padre – era capitán del Ejército Republicano en el frente de
Extremadura. Ella iba a bordo de un tranvía amarillo, hacia un paraje de las
afueras conocido como Fondo de Roenes, donde sus futuros suegros tenían una
casita de campo en la que la habían invitado a comer. Pero a la altura de la
antigua Fábrica de Tabacos comenzaron a oírse los silbidos y las atronadoras
explosiones de las bombas. No había sonado la sirena de alarma, así que a todos
los pilló de improviso. El tranvía se detuvo y todos sus ocupantes se
apresuraron a salir corriendo calle Sevilla arriba, en busca de un refugio
antiaéreo que había en la Plaza de Castellón, en cuya entrada se precipitaron,
mientras las explosiones sonaban cada vez más cerca. Decía mi madre que
estuvieron encerrados en el refugio, temblando de miedo y sudando de sofoco,
durante cinco horas; pues las autoridades no dieron orden de que sonara la
sirena, anunciando que ya había pasado el peligro, hasta que pudieron retirarse
los horripilantes despojos que cubrían el Mercado de Abastos, donde cayeron
varias bombas y donde murió más gente. El cuadro, según le contaron después a
mi madre, era espantoso: muertos por decapitación, miembros y cadáveres
despedazados en tal amasijo terrible que un joven carpintero del barrio de
Carolinas regresó a su casa con la mirada perdida, diciendo “El que he vist,
Deu meu, el que he vist”, se sentó en un banco del patio de su casa y murió dos
meses más tarde, incapaz de comer y de regresar de la pesadilla que había
vivido.
Varios
testigos presenciales me aseguraron que habían visto correr a una mujer sin
cabeza por la calle de San Vicente. Y que las ambulancias, carros de caballos y
demás vehículos llevaban incesantemente cuerpos que se debatían entre la vida y
la muerte, al Hospital Provincial - hoy Museo Arqueológico –, a cuya entrada un
médico los examinaba y si estaban vivos ordenaba que los dejasen a un lado del
jardín, pues el edificio ya estaba repleto de heridos; y si estaban muertos, al
otro lado.
A
partir de aquel ataque se intensificaron los bombardeos, que ya no iban a por
instalaciones industriales o de interés militar, sino sobre la población civil
que, si tenía suerte y la alertaba a tiempo la sirena de alarma, podía
ampararse en alguno de los refugios antiaéreos repartidos por toda la
población. Se dice que Alicante es la ciudad europea con más plazas de refugio
por habitante, incluidas las ciudades que sufrieron la Segunda Guerra Mundial.
Las tropas de Franco habían alcanzado el Mediterráneo y ahora intentaban tomar
Valencia, por lo que se intensificaron los ataques con vistas a desmoralizar a los
republicanos.
Mi
madre vivió 102 años, y poco antes de fallecer todavía tenía pesadillas en las
que aviones enemigos venían a soltar sus bombas y ella corría al refugio.
Hace
poco, mi hermano Eusebio descubrió que el capitán Tulio de Prato, jefe de una
de las dos escuadrillas atacantes del 25 de mayo, había muerto en 1981, siendo
General de Brigada de la Aviación Italiana. A pesar de tener varias medallas al
valor por la “exaltación de los valores fascistas”, nunca fue juzgado como
criminal de guerra, y siguió su carrera militar, como un notable piloto de
pruebas.
Y
yo me pregunto: ¿Qué hacía un piloto de pruebas italiano bombardeando España en
1938?
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