viernes, 26 de febrero de 2021

LA NAVIDAD DE 1264

 

NAVIDAD DE 1264

 

            El rey don Jaume el Conqueridor no era rey de Alicante, a la que él llamaba Alacant, puesto que en virtud del Tratado de Almizra, esta villa pertenecía a Castilla. Sin embargo, el viejo rey vino a pasar aquí las Navidades de 1264, y los fastos se celebraron en una pequeña iglesia, la “novella de fora”, antigua mezquita de arrabal convertida en templo cristiano, que ocupaba lo que hoy es la Concatedral de San Nicolás, concretamente la actual Capilla de la Comunión. ¿Y qué hacía el Conqueridor en estos lares? Dos cosas: Ayudar a su yerno don Alfonso X el Sabio a sofocar la rebelión de los mudéjares murcianos y echar un vistazo a la zona, para futuros planes más o menos ocultos. Alfonso X, muy ocupado con la conquista y sometimiento de la Andalucía occidental, se había visto sorprendido por el levantamiento de los agricultores musulmanes murcianos, que ya no podían tolerar más las imposiciones de sus nuevos señores cristianos. Estaban hartos de pagar impuestos y sufrir confiscaciones y humillaciones, y se habían alzado en armas, esperando quizá una ayuda de sus hermanos granadinos o norteafricanos. Alfonso pidió ayuda a su suegro y éste se la dio de buen grado con un gran contingente de tropas y caballeros catalanes y aragoneses. El historial militar del Conqueridor es más bien sangriento, aunque no debemos juzgar a la gente de la Edad Media con la misma vara de medir que usamos en la actualidad. Entonces, si no eras una mala bestia no podías aspirar a ser rey ni señor feudal, pues otro, peor que tú, te habría liquidado para ocupar tu puesto. Don Jaume era un hombre tremendo de estatura y fortaleza, pero también muy culto, educado por los caballeros templarios, aunque en su historia debemos reparar en la conquista de Mallorca y la masacre de sus habitantes musulmanes. Tal fue así, que una epidemia de peste, ocasionada por tanto muerto insepulto, diezmó a sus propias tropas. Así que ya nos podemos figurar cómo debió ser la campaña de pacificación del campo murciano. Pero, inteligente y astuto, suponemos que no se pasaría en crueldades, y sabría negociar con el enemigo, porque necesitaba a los sublevados para que siguieran trabajando la tierra para sus señores. ¡Ay, el venerado don Jaume el Conqueridor!

            A diferencia de la iglesia gótica de Santa María, que solo contaba con una modesta plaza frente a su fachada, la “novella de fora” tenía ante sí un gran descampado donde podrían formar y evolucionar infantes y caballeros de don Jaume. Por eso, las ceremonias se celebraron aquí. Y todos acabaron oyendo misa solemne y comulgando como Dios manda, con las vestimentas nuevas y blasones impolutos, limpios de la sangre de las batallas. Y el rey, montado en su brioso corcel, con su casco adragonado de alas desplegadas, su escudo cuatribarrado y su poderosa espada al cinto, miraba con disimulo a su alrededor. Aparte de unos pocos caballeros castellanos que habían acudido a recibirlo, y sus escasos sirvientes mudéjares, el pueblo brillaba por su ausencia. Expulsado de la ciudad, se mal ganaba la vida en el campo o había huido a las montañas o a tierras musulmanas. Así que era un buen sitio para repoblar con señores y siervos catalanes y aragoneses en espera de una anexión que alterase lo acordado en Almizra. A cambio de su ayuda, había obtenido de su yerno Alfonso permiso para colaborar en la colonización de la zona con gentes de su reino. Y después habría que esperar a que una situación política favorable hiciera posible el golpe definitivo.

            -Dios proveerá – se dijo el monarca, pensando en sus herederos.

viernes, 19 de febrero de 2021

EL LIO DE LAS TAIFAS.

 

EL LÍO DE LAS TAIFAS.

            Vaya lío lo de los reinos de Taifas. En tres siglos, Alicante cambio más de 10 veces de nacionalidad. Vamos a ver:

            En 1002 muere el visir cordobés Almanzor, un político ambicioso que por anular la autoridad del Califa acabó cargándose el Califato. Los señores locales se proclamaron independientes y cambiaron un imperio que asombraba al mundo por una feria de reinos de pacotilla que los cristianos del norte esquilmaban a tributos y fueron conquistando hasta acabar con todos ellos e implantar de nuevo el Cristianismo feudal en toda la Península Ibérica. Rica lección para los nacionalistas de épocas futuras. ¿Os habéis enterado, patriotas? Y es que, aunque le sepa mal a algunos, la unión hace la fuerza.

            Bueno, pues en 1012 Al Lakant, con todo el antiguo señorío de Tudmir, pertenecía a Jayrán, rey de Almería. Entonces nuestra ciudad tenía 2500 habitantes.

            De 1028 a 1038 pasa a ser del Reino de Murcia y su rey Zuhayr.

            A la muerte de éste último es anexionado, con Orihuela y Elche, por el rey Muyahid, de Denia.

            Y en 1076 ya pertenece, con las otras dos ciudades, a Ibn Hud de Zaragoza.

            En vista del follón, algunos reyes de Taifas piden ayuda a los Almorávides, del norte de África, que vienen a Al Andalus en 1088. Por esta época, este rey de Zaragoza contrata a un jefe cristiano mercenario, desterrado de Castilla, Rodrigo Díaz de Vivar, llamado el Cid, para que detenga a los invasores norteafricanos. El Cid conquista Valencia y crea un señorío dependiente de Castilla que va desde el Ebro a Orihuela, y donde se encuentra Al Lakant. Pero el Cid muere en 1099 y los almorávides reconquistan toda Al Andalus. En Al Lakant ya habían entrado en 1092.

            Pero enseguida los patriotismos locales vuelven a sumir Al Andalus en la anarquía y en 1147 vienen los Almohades, del norte de África (otra vez) e intentan unificar los reinos musulmanes. Aunque en Al Lakant los contiene el conocido como Rey Lobo, o Muhammad Ibn Said ibn Mardanish, mediante pactos con reyes cristianos y musulmanes.

            El 1172 muere el Rey Lobo y los Almohades toman Al Lakant y la convierten en importante capital de la zona, de la que dependen los castillos de Busot, Agost, Aspe y Monforte, y las alquerías de Alcoraya, Benimagrell y Muchamiel.

            Pero en 1212 los Almohades pierden la batalla de las Navas de Tolosa, frente a los cristianos y vienen malos tiempos para Al Lakant. Otra vez las taifas.

            En 1229 es depuesto el señor almohade de Valencia, Zaid Abú Zaid, por el descendiente del Rey Lobo, Zayyan Ibn Mardanish, que fue quien entregó Valencia a Jaime I de Aragón (el Conqueridor), a cambio de Murcia en 1239. En cuanto a Abú Zaid, se hizo cristiano con el nombre de Vicente Bellvis y metió a todas sus esposas en un convento, que visitaba con frecuencia. Sin comentarios.

            En 1241 Mardanish es expulsado de Murcia y se traslada a su señorío de Al Lakant.

            En 1244 tiene lugar el Tratado de Almizra, donde don Jaime I de Aragón y el príncipe Alfonso de Castilla (futuro Alfonso X el Sabio) acuerdan repartirse los reinos musulmanes del Levante y fijar las fronteras de las tierras a conquistar. Alfonso era yerno de Jaime, pues había casado con doña Violante, hija de Violante de Hungría, esposa de Jaime I. Se dice que los dos estuvieron a punto de llegar a las manos y provocar una guerra, pero las lágrimas de doña Violante madre, esposa de uno y suegra de otro, lograron apaciguarlos. Y en el tratado Al Lakant, llamado Alicante por los castellanos, cayó del lado de don Alfonso.

            Ante la inminente llegada de los cristianos, la gente pudiente de Al Lakant y alrededores huyó a Marruecos y Túnez, en número de unos 50.000, dejando la ciudad prácticamente desierta, solo ocupada por gente pobre y sin armas.

            En 1247, después de resistirse a entregar la ciudad durante algún tiempo, Mardanish se fue también a Túnez, y dejó la ciudad sin autoridades y la alcazaba con las puertas abiertas. Y así fue como el príncipe Alfonso entró en Al Lakant en 1248.

Al Lakant se llamó Alicante a partir de entonces y como era el día de Santa Bárbara su alcazaba fue el Castillo de Santa Bárbara.

            Don Alfonso y doña Violante se instalaron en un campamento en el lugar que los aragoneses y catalanes posteriores llamarían el Pla del Bon Repós, sitio placentero de excelente clima y muy cercano al mar, a los pies de impresionante castillo protector, donde se dice que los futuros soberanos engendraron a su heredero. Sin duda esta pareja fue la de los primeros turistas de nuestra “terreta”.

            Y aún tenía Alicante que cambiar de nacionalidad y nombre, para volverse a llamar Alacant, cuando el rey Jaime II, nieto del Conqueridor, tomara su castillo para la corona de Aragón el 22 de abril de 1296. Pero eso, como diría Ruinard Kipling “es otra historia”.

MEDINA LAKANT

 

MEDINA LAKANT

            Por fin llegó a estas tierras gente que sabía leer y escribir, y el libro de Alicante fue llenando sus hojas de letras, si bien eran éstas de un alfabeto que nada tenía que ver con el romano. Ahora Hispania se llamaba Al Ándalus, que quiere decir “Tierra de los Vándalos”, porque desde la perspectiva de un norteafricano, los bárbaros vándalos habían venido de la Península Ibérica. Y ese nombre ha perdurado hasta nuestros días, cuando al sur de España se le llama Andalucía.

Sabemos que el castillo o alcazaba sobre el monte que los musulmanes bautizaron como Benalacantyl (de Al Lakant) había sido construido u ocupado en el siglo VIII por las tropas del jefe sirio Abd-el-Yabbar ibn Nadir, de la tribu de los Baly, que se había casado con una hija del conde godo Teodomiro y ocupaba la fortaleza en virtud del Tratado de Tudmir y del parentesco adquirido.

            Pero la primera mención escrita del castillo del Benacantil sería de Al Razi, ya en el siglo X.

El Emir Abdelramán II (822-852) había dividido el territorio levantino en dos administraciones: la del norte con capital en Játiva, que llegaba hasta Valencia y Sagunto; y la del sur, con un puesto muy importante para Medina Lakant y que llegaba hasta Orihuela y Chinchilla. Medina Lakant fue a partir de entonces una ciudad importante, por ser, entre otras cosas, el único puerto del antiguo territorio de Tudmir, amparado, además, por su altivo castillo.

El geógrafo Al Idrisi,  en el siglo XII, describirá así a nuestra ciudad: Medina Lakant es una pequeña ciudad de buenas construcciones. Tiene zoco, mezquita, aljama y otra mezquita con predicación. Manda esparto a todos los países del mar. Tiene muchas frutas y legumbres, higos y uvas. Posee un castillo inasequible y elevado en lo más alto de un monte, al que se sube con fatiga y cansancio. En ella, a pesar de su pequeñez, se construyen barcos.

En el año 858 los vikingos incendiaron y saquearon Orihuela, pero pasaron de largo por Medina Lakant, sin duda intimidados por su castillo.

En cambio sí hay noticias de otras calamidades: malas cosechas, hambrunas y tributos abusivos que provocaron una rebelión generalizada contra las autoridades cordobesas por parte de los campesinos alicantinos, ahora ya convertidos al Islam.

Fue Abdelramán III, antes de alcanzar el Califato, quien puso fin a estas rebeliones, nombrando gobernador de Callosa y Medina Lakant a Muhamad Al Saig, de Elche, que resultó ser un mandatario indisciplinado que acabó enfrentándose a su señor en dos ocasiones, siendo condenado a perder todos sus dominios salvo Medina Lakant, donde se estableció. Pero el tal Muhamad volvió a sublevarse contra el futuro Califa, que puso sitio al castillo en el año 928. Al final, el castillo se rindió por hambre y al señor Muhamad lo mandaron a Córdoba, donde conservó rentas y tierras, dado su alto rango nobiliario. Cosas de la época.

Al Califato le quedaban 80 años de vida. Tras la muerte, en 1002, del ambicioso y autocrático general Almanzor, que fuera el verdadero gobernante de Córdoba como visir del inepto Califa Hisham, y muerto también su hijo, el Califato de los Omeyas se disolvió como un azucarillo y, tras una sangrienta guerra civil, cada gobernador de provincia acabó declarando la independencia de su territorio. Había empezado el tiempo de los Reinos de Taifas, y la conquista progresiva de éstos por los rudos cristianos venidos del norte de la Península. En este periodo Medina Lakant iría de un reino a otro, como de Herodes a Pilatos, hasta acabar en manos de los reyes castellanos.

A partir de entonces, el libro de Alicante volvería a escribirse en alfabeto romano y con un texto seguido y meticuloso.

           

AL LIBRO DE ALICANTE LE FALTAN VARIAS PÁGINAS

 

AL LIBRO DE ALICANTE LE FALTAN VARIAS PÁGINAS.

 

            ¿Por qué dos ciudades separadas por varios kilómetros y varios siglos ostentan el mismo nombre? ¿Qué pasó desde la ruina de la ciudad romana de Lucentum, en la actual Albufereta, al nacimiento de la Medinalakant árabe en lo que hoy llamamos la Vila Vella? Porque el nombre es el mismo: Lucentum o Lucentia significa Ciudad de la Luz, y Medinalakant es Ciudad (Medina) Lakant (de Lucent). Eran épocas oscuras. Desde la caída del Imperio Romano con la deposición de su último emperador Rómulo Augústulo, por el bárbaro Odoacro, en el año 476, hasta la llegada de los árabes en el 711, por aquí no hubo nadie que supiera leer y escribir; y entonces ¿cómo se iba a redactar una crónica? Por eso al libro de Alicante le faltan varias páginas. O sea dos siglos y medio de silencio.

            Sabemos que los godos estuvieron por aquí, aliados de Roma, entre el año 416 al 451 expulsando a Alanos y Vándalos, y que volvieron el 507, una vez caída Roma, para fundar su reino en Hispania, con capital en Toledo. Hubo una guerra civil entre los godos, que disputaban dos reyes, Agila y Atanagildo. Y los bizantinos, súbditos del emperador Justiniano, de Constantinopla, vinieron aquí el 551 para ayudar a Atanagildo, y después se quedaron y no querían marcharse hasta que el rey godo Suintila los expulsó el año 625. Así pues estas tierras del Levante fueron romanas, visigodas, bizantinas, otra vez godas, hasta que en el 711 llegaron los árabes; aunque nuestra terreta siguió bajo el mando del conde godo Teodomiro, que se convirtió en tributario, en virtud del tratado de Aurariola (Orihuela), donde se menciona a Lakant como una de las ciudades pertenecientes al Señorío de Tudmir (Teodomiro), hasta que al fin dicho tratado fue revocado en el 779 por Abdelrramán I, que derrocó al hijo de Teodomiro.

            Qué lío, ¿verdad? El caso es que Lucentum se convirtió en una ruina, quizá arrasado y saqueado por los bárbaros, o a causa de la gran crisis económica provocada por la caída del imperio o por los cambios socioeconómicos, falta de esclavos y predominio de las villas rurales, en manos de nobles hispano-romanos, sobre las ciudades decadentes. Las causas, seguramente, son muy complejas. Sin embargo se han encontrado lápidas con inscripciones paleo cristianas muy cerca de Lucentum, quizá pertenecientes a una iglesia goda o bizantina. Y en el subsuelo del Archivo Municipal, en la calle de Labradores, se han hallado varias tumbas tardo romanas. Si allí había un cementerio, ¿dónde estaba la población que lo surtía? Y en el barrio de Benalúa, en el paraje que se conocía como Els Antigons (los antiguos) también se encontraron importantes restos romanos con mención a Lucentum. Y después, la medina árabe, que ocupaba el actual barrio viejo de Alicante, desde la Concatedral de San Nicolás a la Basílica de Santa María, recibía por los musulmanes un nombre que se deriva claramente de Lucentum.

            ¿Qué pasó por estas tierras en esos dos siglos y medio? “Aixó es un misteri” que diría mi abuelo.

            Pero está claro que no se perdió el nombre. Y eso significa que estas tierras siguieron estando pobladas y mantenían la vieja denominación, LQNT, con las vocales y desinencias que exigiera la lengua y la cultura dominantes.

            Después vendrían tiempos más cultos, y eruditos escribanos conocedores del arte de narrar y dar razón de los acontecimientos, nos irían contando la historia de esta tierra de brisa y de luz que se despereza al sol, codiciada por todo aquel que viene de lejos.

                                  

Que es sin disputa Alacant,

                                               la millor terra del mon.

                                                                                     Miguel Ángel Pérez Oca.    

QUE LA TIERRA TE SEA LEVE.

 

QUE LA TIERRA TE SEA LEVE, PUBLIO ASTRANIO VENUSTO.

 

            Eran tiempos del Emperador Marco Aurelio, la época dorada del Imperio Romano, y en lo que hoy se llama Tossal de Manises, había una bella ciudad amurallada, junto al mar azul y un pequeño puerto, que hoy, anegado, se llama playa de la Albufereta. Su  nombre era Lucentum y le daba entidad también a la comarca que la rodeaba. Lucentum  quiere decir Ciudad de la Luz. Imaginaos la ciudad resplandeciente al sol, con su pequeño puerto donde amarraban barquitos de carga, barcas de pesca y, ocasionalmente,  alguna trirreme. La población contaba con un amplio foro, donde los ciudadanos envueltos en sus túnicas discutían de los temas urbanos. Había unas termas municipales y otras donadas al pueblo por un ciudadano rico, con aspiraciones políticas, llamado Popilio Onyx, donde, ya sin túnica, los lucentinos se aseaban y discutían de deportes, juegos, viajes, mujeres y todo tipo de temas frívolos. Había comercios en las calles, una guarnición en las torres de la muralla, construidas por Tadio Rufo, prefecto de la ciudad. Y tumbas en el camino que llevaba a la puerta de la población, gracias a cuyas lápidas conocemos el nombre y podemos imaginarnos la historia de muchos de sus pobladores y pobladoras.

            Lucentum debió ser en esa época una ciudad pequeña, próspera, provinciana y sin apenas historia. Solo figura en las crónicas de entonces como un jalón en la vía romana que recorría las importantes urbes de Emporium, Barcino, Illice, Cartago Nova... En fin, en aquella época, como aún se dice en la actualidad, “Todos los caminos llevan a Roma”.

            Así que no podemos hablar de importantes sucesos que durante los siglos de esta era histórica tuvieran lugar en Lucentum. Ni siquiera las guerras entre Sertorio y Pompeyo, o las campañas de César dejaron huella en la urbe tranquila y su fértil huerta.

            Solo podemos saber de estos nuestros antepasados gracias a la muerte. Pues es en las lápidas de sus tumbas, a la entrada de la ciudad, donde figuran sus nombres, recopilados por el estudioso Lorenzo Abad Casal, y también hay otras inscripciones, pero estas de gente importante, halladas al azar entre las ruinas de la población o lugares próximos. Y así tenemos los nombres de los duunviros Publio Fabricio Justo y Publio Fabricio Respecto, que presidieron la inauguración de un templo a Juno; del prefecto Tadio Rufo; del finado Publio Astranio Venusto, sevir augustal de Lucentum, muerto a los 23 años, en cuya lápida se ruega al caminante que diga “que la tierra te sea leve”; de Hermeros, que dedica una lápida a la memoria de su esposa Piralide; de Pardo Sagustino, en memoria de su amiga Lucia Bebia Romana; de Sicceia Donata, a su hijo Piero, fallecido a los 13 años; y de los fallecidos Gayo Lolio Rufo, Primigenia Simponiana y un tal Varrón. También se encontró una inscripción en griego, muy deteriorada, que Lafuente creyó que era el epitafio de Amilcar Barca, pero que resultó ser de un marino de Nicomedia llamado Volusio Síntrofo. Durante años,a la entrada de la fortaleza de Santa Bárbara el Ayuntamiento había colocado una pirámide sacada del viejo cementerio de San Blas, con dicha inscripción, que hubo de quitarse al comprobar la pifia de don José Lafuente.

            Resulta triste que de gentes con nombres tan hermosos como estos antepasados nuestros, no se guarde memoria de sus vidas y afanes. No saber qué fue de ellos. Que lazos de sangre pueda haber entre estas personas y los actuales alicantinos. Porque ellos compartieron con nosotros cosas tan importantes como los cielos azules y despejados, las olas mansas de las playas, los paisajes lejanos de esas montañas azules que cercan nuestro paraíso. ¿Cómo llamarían ellos al monte Maigmó, a la Penya Mitjorn, a Carrasqueta, al Cabeço d’Or, la Aitana, el Puig Campana y la Sierra de Bernia? ¿Y el Monte Benacantil? ¿Habrían intuido el parecido de la roca con un rostro humano?

            Yo solo sé que de pequeño iba con mi padre a la Albufereta y veía piedras del antiguo embarcadero romano y escarbaba en lo alto del Tossal para hallar restos de una primorosa cerámica rojiza; y veía al viejo y encorvado padre Belda, rodeado de muchachos que excavaban por allí en busca de la vieja memoria perdida de un pueblo muerto que nos dio el nombre. El padre tomaba notas y comía altramuces. Todavía no había llegado Solveig Nordstrom, la que lo salvaría de los buitres inmobiliarios que ya se frotaban las manos pensando en el dinero que iban a ganar vendiendo parcelas y apartamentos a los “guiris”.

 

Miguel Ángel Pérez Oca.    

CUANDO ALICANTE AÚN NO SE LLAMABA LUCENTUM

 

CUANDO ALICANTE AÚN NO SE LLAMABA LUCENTUM.

 

            Cuando un pueblo no sabe escribir no nos puede contar su historia, que hay que deducir de los restos arqueológicos. Cuando ni siquiera hay un pueblo que deje restos de su civilización, es la Paleontología la que se ha de ocupar de averiguar lo que pasó. La roca del Benacantil tiene un perfil que recuerda un rostro humano, por eso los alicantinos la llamamos “La Cara del Moro”, pero uno haría bien en reflexionar que esa roca debe llevar ahí, con su apariencia, desde hace millones de años, cuando en el planeta Tierra no habían Homo Sapiens, y por lo tanto, no habían “caras”. Así pues, nuestra cara emblemática es anterior al concepto “cara”. Lo que nos demuestra que estamos aquí hace cuatro días.

            Pero a escala humana nuestro paisaje lleva aquí mucho tiempo, sin embargo. Borremos con una goma mágica las carreteras, los sembrados, los edificios, las fortalezas de ambos montes, el puerto y, en una palabra, todo aquello que es obra del ser humano, y tendremos el paisaje primigenio, ancestral. Sería algo más verde, con abundancia de bosques de coníferas, praderas y montañas nevadas, puesto que estamos en la pasada Era Glacial. Hacía frio. Y de vez en cuando se veía cruzar las llanuras a grupos de personas de aspecto muy rudo. Tenían muy prominentes los arcos superciliares y huidiza la barbilla. Eran peludos, tanto los machos como las hembras. Anchas espaldas y miembros fuertes como rocas. Iban cubiertos de pieles y se valían de armas y utensilios de piedra, hueso y madera. Hoy los llamamos Neandertales, pero ellos no lo sabían.

Pasó el tiempo, siglos antes de que el tiempo se contara por siglos, subió la temperatura y vinieron por aquí otras personas más estilizadas. Hablaban mucho entre ellas. Iban en grupos mucho más numerosos. Poseían ganado y perros. Y en ocasiones, cuando les gustaba un sitio, se quedaban una temporada y cultivaban sus alimentos. Aprendieron a pescar y se aventuraban en la mar tranquila que siempre ha sido la nuestra, en rudimentarias canoas o balsas, desde las que capturaban peces para alimentar a las familias de horticultores, con las que permutaban alimentos del mar y la tierra.

            Sobre la amable colina floreció una aldea, que se amuralló para protegerse de otros grupos que pudieran ambicionar aquella generosa tierra y el embarcadero que se había montado en una pequeña albufera donde desembocaba un riachuelo o rambla ocasional.

            Y pasó el tiempo, y los aldeanos se organizaron, nombraron jefes y fijaron normas, elevaron modestos templos a sus supuestos dioses protectores y vivieron más o menos felices. Lentamente fueron recibiendo influencias de marinos y comerciantes de otras tierras y, sin darse cuenta, fueron formando parte de un extenso pueblo que hoy llamamos Ibero, nombre que le dieron los extranjeros a los habitantes de la Península Ibérica, que a su vez debe su nombre al río Ebro.

            Por aquí vinieron fenicios y griegos a comerciar y a traer cultura. Y nuestros iberos empezaron a aprender a leer y escribir. Pero otros pueblos más organizados y poderosos ya se disputaban el terreno. Eran los romanos y los cartagineses que libraban las que conocemos como Guerras Púnicas. Al fin ganaron los romanos, y nuestros iberos locales, que no habían tenido arte ni parte en la contienda, se vieron conquistados por cartagineses, primero, y al final por los triunfantes romanos, dueños a partir de entonces del Mare Nostrum y de Iberia. Les enseñaron a leer y escribir en latín, y con ello les forzaron a hablar en la lengua de una comarca del otro lado del mar llamada Lacio; y convirtieron la aldea ancestral, de la que ignoramos su nombre, en una Roma en miniatura, con su foro, sus termas, su ágora, sus señores y sus esclavos. Fue entonces cuando un mandamás romano decidió ponerle nombre a la ciudad, vio el cielo despejado, azul y luminoso, que se reflejaba en un mar como un espejo y bautizó el lugar como Lucentum, la ciudad de la luz, y ahí empezó nuestra historia.

                                                                       Miguel Ángel Pérez Oca.

Alicante es un libro.

 

ALICANTE ES UN LIBRO.

 

Toda mi vida, ya larga y copiosa, me ha fascinado bajar al Raval Roig, sobre el acantilado que se asienta en el oro arenoso de la playa del Postiguet (un día os contaré el por qué de ese nombre) y recorrer esa calle que es balconada sobre el Mediterráneo en una costa sin mareas. ¿Sabéis que las medidas geodésicas de toda España se dan “sobre el nivel del mar en Alicante” porque aquí tenemos la mar amaestrada y nunca osa alzarse más de medio palmo? Después de contemplar el rígido horizonte donde los dos azules, el marino y el celeste, fijan sus límites, uno desvía su vista a estribor y se estremece ante a silueta gris blanquecina del cabo de Santa Pola que, como una Moby Dick gigantesca parece querer devorar a la pequeña chalupa pétrea de la isla de Tabarca, antiguo refugio de piratas que asolaban las costas de la Condomina y ahora está habitada por gentes de apellidos ligures, antiguos esclavos italianos liberados en el Siglo XVIII por su majestad don Carlos III. A babor del amplio panorama nos encontramos con el Cabo de la Huerta, límite de unas tierras de labrantío plagadas de torres de defensa contra piratas, sede del Santuario de la Santísima Faz, meta de peregrinos, a la que Juan Sebastián de Elcano tenía especial devoción, y regada por las aguas del Pantano de Tibi, obra de don Felipe II y vetusto pantano de piedra de sillería, que ha aguantado toda clase de embestidas y temblores a lo largo de la historia.

Uno desciende después a la Playa del Postiguet y su Paseo de Gomiz, el viejo alcalde que ensanchó la ciudad librándola del corsé de sus murallas ya obsoletas. Atraviesa la Plaza del Ayuntamiento, presidida por el imponente Palacio Casa Consistorial de estilo barroco valenciano, que vale la pena visitar, y tuerce a la izquierda, entrando en la plaza de la Puerta del Mar, antiguo acceso al puerto. Se encarama al paseo elevado de la escollera, guardado por palmeras metálicas, pasa junto al lugar de donde partió el heroico vapor Stanbrook, con los últimos 3.000 refugiados republicanos, y dedica un breve recuerdo de gratitud a su capitán Archibald Dickson, que, para mí, forma con Quijano, la más fantástica pareja de héroes que ha tenido esta ciudad. Y al final del paseo se da media vuelta y se asombra con el fantástico panorama de la ciudad recostada sensualmente en el regazo de la roca blanca, enhiesta, y con rostro humano, que es el monte Benacantil. Y sobre la “Cara del Moro”, a modo de airoso sombrero, el Castillo de Santa Bárbara, con sus torres medievales y sus baluartes artilleros del siglo XVIII, a 160 metros de altura. Abajo, Alicante, la ciudad antaño blanca y marinera, ahora plagada de orgullosas torres de cemento y cristal, se despereza al sol bajo el clima con el que le obsequiaron los dioses; que ya un romano quedó prendado de su luz cristalina y decidió llamarla Lucentum, el pueblo luminoso. Que de ahí viene nuestro nombre. Lucentum o Lucentia quedó en Lukant en los ásperos labios godos, y fue adornada con el artículo Al por los refinados árabes, quedando como Alucant, o Medinalacant. De ahí Alacant, que un castellano gobernante corrigió y tradujo a la lengua del Imperio como Alicante. Y en esas estamos.

Y las palmeras sombreando los jardines, y los gigantescos Ficus, como dinosaurios vegetales, convirtiendo en selva algunos rincones del Parque de Canalejas, la Plaza de Gabriel Miró, la Estación de Madrid. Y las terrazas callejeras donde los alicantinos y alicantinas se horchatean, o se cervecean, o se vermutean, ajenos a su memoria colectiva que jamás debieron perder. Porque, para recordar y recuperar la memoria y la personalidad del milenario Alicante, Alacant, Lucentia, no hay más que recorrer sus calles y, como quien abre las hojas de un libro, preguntarse: ¿Qué pasó aquí? Y la historia, como un torrente que se desborda con el deshielo, nos traerá caballeros con cota de malla, marinos temerarios, liberales insurrectos, heroicos luchadores contra las epidemias, escritores fecundos, poetas mártires, pescadores esforzados, labradores tenaces, mujeres heroicas, piratas sarracenos, centuriones, predicadores, frailes milagreros, gentes de fuera que vinieron a morir aquí por amor, republicanos vencidos reclamando democracia, madres que escondían a sus hijos bajo tierra para que las bombas no los alcanzaran, invasores crueles… y buena gente, muy buena gente; que entre todos han escrito nuestra historia, como si Alicante fuera un libro y sus calles las páginas llenas de dolor y gloria, de dicha y de trabajo. Un libro que os propongo leamos juntos, a la sombra del Benecantil.