martes, 30 de agosto de 2011

UNA FAMILIA EJEMPLAR













Ahí va un relato sobre la familia que he escrito para las Tertulias de la Bodega de Adolfo. Que aproveche.

LA FAMILIA DEL PATRIARCA.
La mansión dominaba el valle abancalado hasta la cima de sus colinas. Viñedos y árboles frutales sufrían los envites del viento y la lluvia en aquella noche tormentosa, aunque los ocupantes de la estancia no se preocupaban demasiado por ello. Allí estaba reunida toda la familia. A la cabecera de la mesa, con el anguloso rostro iluminado en ocasiones por los relámpagos, el patriarca, don Zósimo de Arrarte y Moa, se atusaba los blanquísimos y enormes bigotes, mientras daba cuenta del café, a las postrimerías de una opípara cena. Frente a él, sus hijos y respectivas esposas aguardaban sus palabras: El mayor, su duplicado exacto, tanto en el nombre como en sus bigotes hirsutos, aunque todavía oscuros. A su lado, su esposa Tirsa, de mirada altiva. El segundo de los hijos, Pancracio, que de llevar mostacho hubiera resultado una segunda copia del padre. Su esposa, Lilí, pizpireta y gentil. El tercer hijo, Paco, pelirrojo y fornido, junto a su mujer, Pepa, grande y fuerte como él y de aspecto más bien simple. Y al fondo de la mesa, el menor, con hábito de fraile teatino y un gesto pío y solemne bajo el cráneo tonsurado.
-Y así, sintiéndome ya cerca de la muerte, he decidido hacer testamento y legar mis bienes a mis herederos, con el siguiente reparto – decía el viejo -: A mi primogénito, Zósimo, dejaré la responsabilidad de mantener productiva esta finca solariega de los Arrarte y sus campos que abarcan todo el valle. A Pancracio le dejaré las casas de Madrid y Zaragoza, cuyas rentas le darán para vivir holgadamente. Legaré a Francisco el astillero de Cartagena, que ya en la actualidad dirige con diligencia. Y a mi santo hijo Amador, todos los valores, acciones y rentas bancarias que según me tiene dicho cederá a su orden, pues el voto de pobreza le impide disfrutarlas personalmente…
Todos inclinaron la cabeza y se besaron unos a otros con cariño antes de marchar a sus aposentos. No hubo ninguna objeción a las sabias decisiones del patriarca, pues aquella era una familia ejemplar, cristianísima y obediente.
Pero, a la madrugada, el fraile despertó a sus hermanos con gritos desgarrados.
-¡Venid a la habitación de padre, que ha ocurrido una desgracia!
Y todos, todavía en ropa de dormir, se apresuraron a entrar en el dormitorio del anciano, al que encontraron tendido sobre el lecho, vestido con su uniforme de Caballero de la Orden de Malta y con las manos cruzadas sobre el vientre.
-Esta noche, el mayordomo lo ha encontrado muerto – decía el religioso, disimulando una mirada maligna – Ya nadie podrá objetar su voluntad; aunque quizá alguno hubiera deseado impugnar las particiones, tras hablarlo con su esposa...
El mayor carraspeó fuertemente, antes de atreverse a hablar en presencia, si bien póstuma, del padre.
-Pues, veréis… Según las leyes y normas seculares de nuestra estirpe, me correspondía a mí el mayorazgo y todos los bienes de la familia. Yo me hubiera ocupado de vosotros, naturalmente, pero la propiedad debería ser mía e indivisible.
-¡Y una mierda! – gritó Paco, fuera de sí –¿Para eso me he roto yo los cuernos en ese astillero? Y, además, ¿por qué las cuentas bancarias para el cura, si es bastardo?
-Anda, como tú, “hermanito” - dijo Lilí, abandonando su habitual simpatía -, que te pareces más al capataz Rigoberto, que en gloria esté, que a tu presunto padre.
-Los dos hijos fraudulentos de papá y mamá no deberían heredar nada – remató Pancracio – Nosotros no tenemos la culpa de que nuestros padres fueran unos viciosos.
Y entonces el Patriarca se alzó de la cama, dándoles a todos un susto de muerte. De pie sobre las sábanas de raso granate, los fue señalando con índice acusador.
-¡Malditos seáis, egoístas despreciables! Ya me lo temía yo: He criado una manada de hienas. Así que... ¡Os desheredo a todos! ¡Fuera de mi vista! ¡Pendejos!
Y antes de morir despilfarró su fortuna en juergas de vino y putas.
Miguel Ángel Pérez Oca.

domingo, 7 de agosto de 2011

SUEÑO PAPAL.






Herr Ratzinger se despertó aquella mañana con una rara sensación. No llegaba a creerse que era Papa. El nombre de Benedicto XVI no le decía nada. El vago recuerdo de un sueño en el que Jesucristo le recriminaba una supuesta falta de caridad estuvo atormentándolo mientras se aseaba y sus ayudas de cámara lo vestían.
Llegó su secretario con los periódicos de la mañana y una carpeta con documentos que había que despachar.
-¿Qué dice la prensa? – preguntó distraídamente.
-Pues lo de siempre, Santidad: guerras, crisis… y lo de la hambruna de Somalia – y le tendió un diario con una espeluznante fotografía en portada de un niño negro agonizando de hambre.
Y entonces, herr Ratzinger tuvo una inspiración y volvió a sentirse Papa.
-A ver, siéntate y toma nota de una serie de disposiciones que voy a tomar respecto a mi futura visita a España: No quiero que ese viaje cueste un solo euro a los españoles, sino que ese dinero se invierta en ayudas a los niños hambrientos de Somalia. Iremos en vuelo regular con un reducido séquito, cuyos pasajes pagará el Vaticano. No quiero ninguna clase de pompa ni lujo en mi visita. Hablaré a los fieles y celebraré la misa en el Estadio Santiago Bernabeu o cualquier otro sitio despejado, donde se instalará un altar de campaña lo más sencillo posible y la megafonía que quiera prestarnos algún fiel acomodado. En cuanto a las fuerzas de seguridad, solo las imprescindibles para regular el tráfico y el orden entre los asistentes, y formadas por agentes católicos que quieran hacer el servicio gratis. Y ninguna protección personal…
-Pero, Santidad, vuestra seguridad debe ser garantizada… - objetó el secretario.
-Hombre de poca fe – le recriminó Benedicto XVI -. Si Dios quisiera llevarme con Él me haría un favor inmenso. ¿Para qué quiero hombres armados a mi alrededor, dispuestos a matar para protegerme? ¿Acaso has olvidado que ser un mártir de la fe es un gran privilegio? – y el subordinado bajó la cabeza, abrumado por sus palabras.
-Quiero hablar por teléfono, ahora mismo, con el Rey, con Zapatero y con el Cardenal Rouco. Quiero que me hagan un cálculo de los gastos que supondría mi visita si se hiciera de la forma programada, y que se comprometan a enviar ese dinero inmediatamente a Somalia en forma de alimentos, medicinas y demás. Que se forme esta misma mañana un comité de control y coordinación para ocuparse de su distribución, evitando abusos y corruptelas. Quiero que se pida a nuestros fieles que asistan a los actos solo si ello no les supone gasto alguno, y a los que estén fuera y tengan previsto viajar a Madrid, que no lo hagan y que manden a Somalia el dinero que pensaran gastarse. También quiero que estudiemos una ayuda extraordinaria que pueda salir de nuestras arcas; así que dile al Tesorero que venga a verme enseguida. Por otro lado, voy a convocar una reunión urgente del Colegio Cardenalicio para elaborar un Plan de Austeridad de la Iglesia y otro Plan de Ayudas a los Necesitados. Habrá que convocar a economistas, políticos, representantes de las iglesias del Tercer Mundo…
El Papa sonrió al ver la cara de estupor de su secretario.
-¿Sabes, Carolo? Por primera vez me siento legítimo heredero de Aquel que echó a los mercaderes del Templo…
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El Papa se despertó confuso y agitado. Tardó un tiempo en serenarse y llamar a sus sirvientes.
-He tenido un sueño muy raro, ¿sabes? - dijo a su ayuda de cámara, mientras se revestía de lujosos ropajes blancos -. He soñado verdaderos disparates… Qué tontería.

Miguel Ángel Pérez Oca.

martes, 2 de agosto de 2011

UN RELATO SOBRE EL VINO.

Ahí va un relato de los que escribo para la Tertulia de la Bodega de Adolfo. Es un tanto fuerte, pero espero que os guste.



VINO AL BORDE DEL ABISMO.
Ahí está el vaso, cilíndrico y brillante, lleno de un vino rojo oscuro más cerca del tono de la sangre que del rubí. En otro tiempo lo hubiera olido y paladeado intentando captar el espíritu de sus taninos llenos de vida. Hubiera sabido, sin mirar la etiqueta de la botella, su procedencia, la marca e incluso la cosecha. Yo era entonces un entendido en vinos y quería estudiar para enólogo y ganarme la vida haciendo de la crianza una obra de arte y de perfección. Hubiera dado nueva vida a los viñedos de mi padre, hubiera hecho de nuestros caldos el estandarte de mi comarca. Ahora, en cambio, me da igual la marca, el origen, la cosecha, el sabor más o menos afrutado, el aroma, el color. Solo quiero que sea vino, vino vulgar y barato, con tal de que guarde en su interior el fuego alcohólico de sus grados. Porque para mí el vino ya no es un medio de alcanzar el feliz equilibrio de la vida ante una mesa con ricos manjares, una conversación ingeniosa y quizá un cruce de miradas prometedoras de un inmediato romance. No, el vino, ahora, solo me sirve para aturdirme, para caer de nuevo en la borrachera nauseabunda y el frenesí de un delirium tremens que me lleve de una puñetera vez a la tumba.
Varios años de rehabilitación en el más caro de los establecimientos especializados no han conseguido que vuelva a ser el mismo de antes. Buenos dineros que se ha gastado mi padre para conseguirlo, pero es justo que su fracaso, no el mío, sea el digno castigo al inmenso daño que me hizo. Hoy he salido de la clínica, dicen los médicos que rehabilitado, y me ha faltado tiempo para entrar en una taberna y pedir una botella de vino peleón. He mojado el índice en el vaso y he escrito en la madera: “Me cago en mi padre”.
Acababa de estallar la guerra y a mi digno progenitor le faltó tiempo para ponerse del lado de los insurrectos y darles la lista de los izquierdistas del pueblo a los que había que eliminar. “O ellos o nosotros”, dijo. Al día siguiente me llamaron a filas y mis padres se quedaron lloriqueando a la puerta de la finca, temiendo por mi vida. Pero padre escribió a cierto amigo suyo, pidiéndole que me protegiera. Y así fue como me vi en retaguardia, formando parte de un elitista y bien uniformado pelotón de fusilamiento.
Nuestras primeras víctimas fueron los dirigentes locales de la CNT. Aún recuerdo la mirada de odio de un sindicalista que de niño había jugado conmigo. Cuando el teniente dio la orden de disparar y aquellos hombres curtidos gritaron “¡Viva la República!”, yo cerré lo ojos y apreté el gatillo. El resultado fue un montón de moribundos que se retorcían pidiendo la clemencia del tiro de gracia.
“¡No volváis a hacerme esto, cabrones! – gritó el teniente -. La próxima vez apuntad muy bien al corazón o justo entre los ojos. Disparando con miedo no conseguís más que hacerles sufrir innecesariamente”. Y en la siguiente ejecución, tan solo unas horas más tarde, destacaba entre los reos la maestra del pueblo. Nunca olvidaré su mirada serena y acusadora. Nunca se me borrará el sabor de un beso fugaz durante las fiestas de hacía unos años; un sabor que permanecía en mi conciencia mientras apuntaba entre sus enormes y hermosísimos ojos de color violeta con la intención de que no llegara a sentir la muerte. “Cobarde, cobarde”, musitaba su boca mientras clavaba su mirada en la mía. “¡Fuego!”, gritó el teniente, y yo disparé y la vi caer como un fardo, con la mirada fija todavía en mí y la palabra “cobarde” helada en sus labios.
Desde ese día me dediqué a vaciar botellas, a aturdirme con el vino, a dejarme caer en el lodazal de mi culpa insufrible. No hubo manera de que volviese al pelotón, borracho como estaba a todas las horas del día. Me arrestaron, casi me fusilan. Salí del calabozo para ir al manicomio y hoy he salido al fin del manicomio para ir al infierno.
El vaso está ante mí, lleno de vino barato. Si me lo bebo ahora, volveré a hundirme en el abismo. Lo merezco. Me lo acerco a la boca y voy tragando lentamente.
Glu, glu, glu…




Miguel Ángel Pérez Oca.