miércoles, 17 de agosto de 2022

UN PENSAMIENTO QUIZÁ... ¿INGÉNUO?


 

Si cada soldado tirara sus armas.

Si cada ciudadano se negara a ser movilizado.

Si cada pueblo depusiera a sus gobernantes cuando declaran la guerra.

Si a cada niño se le enseñara que la violencia es repugnante.

Si a cada mujer se le reconociera el derecho a negar sus hijos a la guerra.

Si fabricar y vender armas se considerara un delito capital.

Entonces, quizá, llegaríamos a ser lo que creemos ser.

 

                                               Leído (o soñado) no sé dónde.

jueves, 11 de agosto de 2022

GALICIA MÁGICA.

 


CORREO PARA UNA MUJER GALLEGA

Ay, Deva, que me he enamorado de Galicia. Ese paisaje brumoso donde la neblina difumina los perfiles de las cosas y las vuelve irreales, misteriosas y dulces, sin una línea recta del horizonte que nos recuerde que vivimos en la superficie de una esfera, sin unos campos yermos que nos digan que la vida puede rendirse bajo el sol y la sed, tal como en mi tierra rigurosa e intransigente. Todo verde y todo suave. Y la gente, dulce, suave y firme a la vez, cariñosa, trabajadora, con un punto de superstición y con la cautela de quien vive cerca del bosque y de las olas bravas. Celtas de los poblados de granito y paja en los altos de Santa Trega, con la desembocadura del Miño a los pies en un raro día de sol. Pontevedra y sus callejas de granito, sus soportales, y una amable y fuerte gallega que nos prepara un pulpo con pimentón junto a un bar que nos sirve un vasito de Alvariño y un pan jugoso como no los hay ya por estos lares. La Coruña con sus galerías blancas frente al mar y María Pita en su estatua, matando al inglés. Combarro con sus hórreos junto al mar, lejano en marea baja y amenazador cuando crece por influjo de la luna. Santiago, con el santo que hay que abrazar, aunque yo lo saludé en voz baja, y le dije: "Hola, viejo Prisciliano, siempre habrá quien no te olvide, camarada revolucionario. Tú eres tú y aquel palestino, discípulo de Cristo, que murió en Tierra Santa, usurpó tu fama, pero no lo consiguió del todo, ¿verdad?" y el misterio, tan gallego él, continuó presidiendo el magnífico templo románico enmascarado tras una inoportuna fachada barroca. Qué bella debió ser la catedral cuando el Pórtico de la Gloria lucía desnudo en su frontispicio de arcos de medio punto, antes de Trento y sus truculencias y recargamientos. No he visto panorama más impresionante que el que se divisa desde la Torre de Hércules, al son de una gaita tocada con maestría por un celta que no era precisamente gallego, sino irlandés (cosas de la vida y de la globalización), ni escultura más inquietante que la del "Cuerpo Danone" al comienzo del camino que conduce al faro eterno. Y Baiona, con su réplica de la Pinta y sus mariscadoras de brazos hercúleos, estampa viva de la fuerza de las mujeres gallegas. La guía nos hablaba de las féminas de estas tierras, de su energía, de su férrea voluntad y de su dulzura. Recordó los gigantescos restos de una mujer celta de más de dos metros de altura, encontrada en unas excavaciones de la catedral de Santiago, de María Pita, de la Bella Otero, de doña Emilia Pardo Bazán, y de la inigualable Rosalía de Castro:
"Adiós, ríos, adiós, fontes;
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos;
Non sei cando nos veremos..."
Es la morriña, la nostalgia, tan gallega ella, hecha poesía, y sobre todo la galleguidad, auténtica y retunda. Ah, Rosalía, cómo del dolor puede surgir tanta belleza. Si además es cantada por Amancio Prada, uno se puede morir de dulce tristeza.
Y el paladar también participa con la poesía gastronómica de un plato de percebes, o de berberechos, o de gambas tiernas y jugosas como la niebla, o de mejillones al vapor degustados en plena ría de Arousa, a bordo de una barca del Grove. Las gaviotas, tan listas como el hambre, se acercan y planean sobre nosotros y capturan las mollas de mejillón de la punta de nuestros dedos. Después, ahítos de marisco y alvariño, bailamos una muñeira en una de las mejores tardes de mi vida, acompañados de los gritos exigentes de las gaviotas, entre bateas y risas. Qué momentos tan magníficos.
Por vivir unos días en Galicia y entrar en su espíritu, vale la pena aguantar un viaje de 14 horas en autobús y acabar con los pies hinchados como botas.
"Adiós groria, adiós contento.
Deixo a casa onde nacín,
deixo a aldea que conozco
por un mundo que non vin.
Deixo amigos por extraños,
deixo a veiga polo mar,
deixo, en fin, canto ben quero...
¡Quen pudera non deixar!"
Tienes suerte, mucha suerte, de ser gallega, y mujer, y sabia...
Besiños.
                     Migueliño el antípoda. 

domingo, 7 de agosto de 2022

LOS VIAJES DEL PADRE PIZÓN.

 Con motivo de cumplirse el próximo septiembre el quinto centenario de la culminación de la vuelta al mundo de la nao Victoria al mando de Juan Sebastián Elcano, he vuelto a publicar, esta vez en AMAZON, mi novela LOS VIAJES DEL PADRE PINZÓN.

El enlace para hacer pedidos en libro de papel, tapa blanda, o electrónico es:

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sábado, 6 de agosto de 2022

EL PATRIARCA.


 LA FAMILIA DEL PATRIARCA.

La mansión dominaba el valle abancalado hasta la cima de sus colinas. Viñedos y árboles frutales sufrían los envites del viento y la lluvia en aquella noche tormentosa, aunque los ocupantes de la estancia no se preocupaban demasiado por ello. Allí estaba reunida toda la familia. A la cabecera de la mesa, con el anguloso rostro iluminado en ocasiones por los relámpagos, el patriarca, don Zósimo de Arrarte y Moa, se atusaba los blanquísimos y enormes bigotes, mientras daba cuenta del café, a las postrimerías de una opípara cena. Frente a él, sus hijos y respectivas esposas aguardaban sus palabras: El mayor, su duplicado exacto, tanto en el nombre como en sus bigotes hirsutos, aunque todavía oscuros. A su lado, su esposa Tirsa, de mirada altiva. El segundo de los hijos, Pancracio, que de llevar mostacho hubiera resultado una segunda copia del padre. Su esposa, Lilí, pizpireta y gentil. El tercer hijo, Paco, pelirrojo y fornido, junto a su mujer, Pepa, grande y fuerte como él y de aspecto más bien simple. Y al fondo de la mesa, el menor, con hábito de fraile teatino y un gesto pío y solemne bajo el cráneo tonsurado.

-Y así, sintiéndome ya cerca de la muerte, he decidido hacer testamento y legar mis bienes a mis herederos, con el siguiente reparto – decía el viejo -: A mi primogénito, Zósimo, dejaré la responsabilidad de mantener productiva esta finca solariega de los Arrarte y sus campos que abarcan todo el valle. A Pancracio le dejaré las casas de Madrid y Zaragoza, cuyas rentas le darán para vivir holgadamente. Legaré a Francisco el astillero de Cartagena, que ya en la actualidad dirige con diligencia. Y a mi santo hijo Amador, todos los valores, acciones y rentas bancarias que según me tiene dicho cederá a su orden, pues el voto de pobreza le impide disfrutarlas personalmente…

Todos inclinaron la cabeza y se besaron unos a otros con cariño antes de marchar a sus aposentos. No hubo ninguna objeción a las sabias decisiones del patriarca, pues aquella era una familia ejemplar, cristianísima y obediente.

Pero, a la madrugada, el fraile despertó a sus hermanos con gritos desgarrados.

-¡Venid a la habitación de padre, que ha ocurrido una desgracia!

Y todos, todavía en ropa de dormir, se apresuraron a entrar en el dormitorio del anciano, al que encontraron tendido sobre el lecho, vestido con su uniforme de Caballero de la Orden de Malta y con las manos cruzadas sobre el vientre.

-Esta noche, el mayordomo lo ha encontrado muerto – decía el religioso, disimulando una mirada maligna – Ya nadie podrá objetar su voluntad; aunque quizá alguno hubiera deseado impugnar las particiones, tras hablarlo con su esposa...

El mayor carraspeó fuertemente, antes de atreverse a hablar en presencia, si bien póstuma, del padre.

-Pues, veréis… Según las leyes y normas seculares de nuestra estirpe, me correspondía a mí el mayorazgo y todos los bienes de la familia. Yo me hubiera ocupado de vosotros, naturalmente, pero la propiedad debería ser mía e indivisible.

-¡Y una mierda! – gritó Paco, fuera de sí –¿Para eso me he roto yo los cuernos en ese astillero? Y, además, ¿por qué las cuentas bancarias para el cura, si es bastardo?

-Anda, como tú, “hermanito” - dijo Lilí, abandonando su habitual simpatía -, que te pareces más al capataz Rigoberto, que en gloria esté, que a tu presunto padre.

-Los dos hijos fraudulentos de papá y mamá no deberían heredar nada – remató Pancracio – Nosotros no tenemos la culpa de que nuestros padres fueran unos viciosos.

Y entonces el Patriarca se alzó de la cama, dándoles a todos un susto de muerte. De pie sobre las sábanas de raso granate, los fue señalando con índice acusador.

-¡Malditos seáis, egoístas despreciables! Ya me lo temía yo: He criado una manada de hienas. Así que... ¡Os desheredo a todos! ¡Fuera de mi vista! ¡Pendejos!

Y antes de morir despilfarró su fortuna en juergas de vino y putas.

Miguel Ángel Pérez Oca.

martes, 2 de agosto de 2022

LA TORMENTA PERFECTA.

 

                                                          Fotografía de Antonio Soler.


            Si me preguntáis cuál es el mejor recuerdo de mi vida, os describiré una estancia con paredes de madera, suelo de cerámica y una chimenea de piedra donde arden unos troncos; a la derecha, unos amplios ventanales muestran un paisaje tormentoso, con el mar embravecido que embiste tozudo contra unos vertiginosos acantilados, bajo un cielo plomizo, casi negro a pesar de que es tarde temprana, que se ilumina y se platea con  relámpagos intermitentes de una tempestad en retirada que se aleja hacia el horizonte; de lo alto viene un rumor impreciso, como el ronroneo de un gato gigantesco, mientras una lluvia terca y torrencial azota de vez en cuando los cristales; en el suelo hay una alfombra blanca y mullida sobre la que descansan dos cuerpos desnudos. Ella tiene unos treinta y cinco años y el cuerpo más fascinante que podáis imaginar; su rostro es hermoso y sereno, con unos ojos azules de mirada sabia, enmarcado por una larga melena con rizos de color oro viejo. La otra persona soy yo, hace muchos años, apenas un hombre joven, casi un muchacho, que observa a la mujer con arrobo e incredulidad. Ella habla relajada y convincente de temas sorprendentes y profundos; yo la escucho y afirmo con la cabeza; y apenas me permito interrumpirla. Hablamos y disfrutamos de la calma después de haber estado tres horas haciendo el amor como dos animales salvajes, enajenados por la tormenta que se cernía sobre nosotros.

            Habíamos comido en un restaurante cercano, en lo alto de los cantiles, y ella me señaló la casita, casi oculta entre los pinos, bajo unas nubes que presagiaban tormenta.

            -Mira, aquel es mi refugio – me dijo -. Desde allí se ve un paisaje maravilloso.

            En eso, un relámpago cegador nos sobresaltó, acompañado de un trueno tan poderoso que me pareció un desgarro cósmico por el que las aguas celestes comenzaron a caer en tromba, al otro lado de los cristales. Llamé al camarero para pedirle la cuenta, pero me dijo que ya había sido abonada por la señora.

            -En los viajes de trabajo, paga siempre el jefe – afirmó ella, mientras se levantaba y sacaba del bolso las llaves de su todo terreno.

            La seguí como un corderito y accedí al coche que, afortunadamente, esperaba aparcado bajo la marquesina a resguardo del diluvio.

            Condujo con maestría por entre los árboles y los fulgores del chubasco hasta detenerse en la pequeña explanada, delante de su cabaña. Los tres pasos que había entre el coche y la puerta fueron suficientes para que al entrar ya estuviéramos empapados.

            -Dale a ese botón – me dijo mientras se dirigía a la chimenea y encendía la leña.

            Al apretar el resorte, se levantó una gruesa persiana metálica, dejando a la vista el dramático panorama: Los rayos caían sobre las olas embravecidas, los acantilados brillaban cual si fueran de cristal de roca, el vendaval golpeaba el vidrio y lo rociaba de gotas que después describían caminitos de agua casi horizontales. Cuando me giré hacia ella, estaba desnuda y había extendido su vestido rojo cereza ante la chimenea.

            -Vas todo mojado. Quítate la ropa y ponla a secar – me ordenó.

            Siempre he tenido dificultades para recordar con detalle los momentos demasiado intensos. Solo os diré que los relámpagos, los gemidos de placer, los orgasmos y los truenos se sucedieron sobre la alfombra en una vorágine enloquecida.

            Cuando los cuerpos se rindieron y la tormenta inició su decadencia, nos quedamos un rato mirándonos intensamente al fondo de los ojos, ella con un gesto de sabia placidez en su hermosísimo semblante, yo, seguramente, con una mueca de incredulidad o de tímido, contenido y agradecido triunfo.

            -¿Has leído algún libro de Alan Watts? – me preguntó, y empezó a hablarme de la filosofía Zen, mientras llenaba dos vasos de Oporto en el cercano mueble bar.

            Y entonces, ya con todas las ansias colmadas y todos los placeres satisfechos, nos entregamos a la conversación, y fue lo mejor de la tarde.  Miguel Ángel Pérez Oca.     

LA CALLE.

 


LA CALLE

            Yo vivo en la calle. Duermo en el zaguán de un banco, junto a los cajeros automáticos, enrollado en la misma manta sobre la que, ahora, pongo a la venta mis DVD falsificados.  A veces, mis pesadillas me devuelven a la patera, a la tempestad durante la cual cayeron al agua y se ahogaron algunos de mis compañeros, a las rocas que rasgaron mi piel, a los cañaverales donde me escondí mientras las linternas de la Guardia Civil seguían el rastro de mi sangre. Otras veces sueño con mi pasado esplendoroso, con mis estudios de Filología Hispánica en Cambridge, con el lujo de mi casa en Senegal, con la cálida presencia de mi esposa y las niñas. Pero estos sueños también acaban en pesadilla, en el terror de la huída y la clandestinidad cuando mi padre cayó en desgracia y tuve que esconderme con mis abuelos y otros miembros de mi clan en las espesuras de la selva de Gambia. Las amenazas de nuestros enemigos, la miseria y  el hambre de los míos me empujaron a la patera y a los abusos de la mafia de los emigrantes. Y ahora puedo mandar un giro a casa de vez en cuando, mientras economizo todo lo que puedo, comiendo de los contenedores y durmiendo en los cajeros. Vivo en la calle, “en la puta calle”, como dicen los blancos pobres de aquí.

            Vivo en la calle, como muchos otros de mis hermanos. Y me paso la vida huyendo de los policías que si me pillan me requisan la mercancía y me amenazan con deportarme a mi tierra. Mi tierra. Allí duraría bien poco. Allí descansa mi padre fusilado, al que no tardaría en hacer compañía. Aquí sobrevivo y ayudo a mi familia, mientras espero mejores tiempos. Aquí soy un negro que vende discos falsificados y vive en la calle, nada más.

            Dicen que la frase “me voy a la calle” solo tiene sentido para los meridionales, para la gente que vive a orillas del Mediterráneo, o más al sur todavía. La calle para los anglosajones y nórdicos es solo un medio para trasladarse a las casas de los amigos, o a los comercios y espectáculos. Ellos solo salen a la calle para ir a algún sitio. Los meridionales, en cambio, hacen de la calle su ágora, su lugar de encuentro y de conversación. A mí antes me gustaba la calle, disfrutaba de las angostas medinas de mi tierra musulmana, donde la sombra de los muros alberga a menudo animadas charlas con amigos y parientes; aunque ahora la sufro con toda su crudeza y la habito como una rata de alcantarilla, como un animalito en su pringosa jungla de cemento. Estas calles europeas, anchas, rectas, sucias y frías me agobian con sus geometrías implacables, con los reflejos de sus paredes de vidrio, con el estruendo de sus automóviles, con la prisa neurótica de sus peatones ensimismados. Cuando regrese, si algún día regreso y recupero lo que era mío, me compraré una casa muy grande, con un patio lleno de flores olorosas que perfumen mis noches, con habitaciones que se abran alrededor del jardín, desde las que se pueda escuchar los sonidos misteriosos de la selva, el rugido lejano de las fieras, la risa y los aullidos de hienas y chacales, el canto de las aves nocturnas, bajo la luz de la Luna que aquí apenas veo en un cielo sucio y brumoso entre bloques de cemento y cristal. Cuando regrese y recupere a mi esposa y a mis hijas, habitaremos felices de nuevo en ese hogar grande, hermoso y aislado de una calle a donde nunca más volveré. Viviré para siempre en mis salones frescos, abiertos al patio, a la sombra de mis árboles, junto a mi estanque, y lejos, muy lejos de la calle. Y no saldré jamás de casa, nunca volveré a pisar la calle. Odio la calle.

            Un compañero, desde la esquina, ha silbado. “Se acerca la pasma”, me está diciendo en nuestro lenguaje secreto de los proscritos. Recojo la manta y salgo corriendo calle arriba, no vayan a detenerme o a requisarme la mercancía. Maldita calle.

Miguel Ángel Pérez Oca.