jueves, 27 de agosto de 2020

DESPEDIDA EN PAZ.

Cuando Magdalena Oca cumplió 100 años, junto a sus biznietos Riki, Moisés y Sara.

Mi madre ha fallecido hace tres días. Murió dulcemente mientras dormía, a los 102 años de edad. Son muchas las reflexiones que bullen en mi cabeza, alguna de las cuales justifican mi actitud en cierto modo intransigente hacia la conducta debida frente al coronavirus. Pero creo que la copia del correo a un amigo aquejado de una grave enfermedad en respuesta a un comentario telemático suyo a mi artículo "El gato", servirá de resumen a mi pensamiento. Ojalá haga reflexionar a quienes sepan anteponer la generosidad a sus propios intereses vitales.

Querido amigo XXX: He tardado en darte una inmediata respuesta a tus dos escritos porque anteayer sufrí una no por esperada más lamentable pérdida. Mi madre, de 102 años falleció apaciblemente mientras dormía en su residencia de Ballesol. Hacía días que, durante las visitas que nos permitían, desde el otro lado de una reja y  a más de dos metros de distancia, podíamos ver su último y vertiginoso declive físico, aunque en ningún momento sufrió dolores o angustias que hicieran su agonía atormentada o humillante. Siempre permaneció lúcida y esa mañana, al despertar rechazó el desayuno y manifestó su deseo de "dormir un poco más". Serían las 11 cuando la enfermera que la cuidaba comprobó que había fallecido, dulcemente, tranquilamente. Me imagino la dolorosa agonía de los ancianos que mueren víctimas del coronavirus. Prácticamente, por lo que tengo entendido, se asfixian y padecen dolorosas molestias y angustias. Y por lo tanto me felicito de que mi madre no muriera contagiada de esa cruel enfermedad. Y agradezco profundamente las generosas renuncias de todos aquellos que, asumiendo su responsabilidad social, se han privado voluntariamente estos días de acudir a reuniones en locales cerrados y a celebraciones y espectáculos multitudinarios, playas atestadas, etc. y que en todo momento siguen las reglas de llevar mascarilla, lavarse las manos y respetar las debidas distancias. Gracias a ellos, seguramente, mi madre ha tenido una buena muerte. Porque, de haber fallecido víctima de la pandemia, yo no hubiera podido evitar abrigar un sentimiento de rencor y hasta de odio hacia los irresponsables. Sentimientos que no puedo eludir, de todos modos, porque veo en cada anciano que muere del coronavirus alguien que podía haber sido ella.
Estoy completamente de acuerdo con el artículo que me has mandado, junto a tus dos escritos.
Recibe un abrazo lleno de esperanza de tu amigo que te desea una pronta recuperación de tus dolencias y que todos salgamos incólumes de esta desgracia.
Miguel Ángel Pérez Oca.

domingo, 23 de agosto de 2020

EL GATO


Me siento como un gato, como mi gato Kepler. Solo en mi casa, solo en mi estudio, solo ante este ordenador, solo dentro de mí. Hace tiempo que se han acabado las reuniones con los amigos, las tertulias, las conversaciones. Soy un gato, soy como Kepler, huraño, solitario, con cada centímetro de mi casa, que es mi universo, en el mapa mental que existe dentro de mi cabeza. Apenas me trato con mi esposa, con mi familia, con mis vecinos, con nadie desde hace meses.
        Todo empezó cuando ese maldito virus llegó a estas tierras y el Gobierno decretó el aislamiento. Nunca había visto calles tan vacías, silencios tan espesos, gentes más extrañas y ajenas. Fue, y es aún, el reino de las mascarillas y los guantes de látex, de los termómetros de pistola, de la distancia de seguridad, de la emulación constante de Poncio Pilatos, jabón terco y gel alcohólico - gel borracho, ja, ja, ja -. Y a las 8 de la tarde, al principio ya de noche, después aún de día, desde los balcones, desde las terrazas, aplausos en honor de los heroicos sanitarios que nos habrían de cuidar si caíamos en las garras del enemigo invisible… Y así un día y otro. Salir solo a echar la basura, a comprar en la farmacia. Hacer compras por teléfono o Internet, y bajar a recogerlas al zaguán, con la mascarilla puesta y el dinero en la mano enguantada. Y otro día y otro, y los aplausos a las 8 y las ausencias y el silencio y el vacío.
            Y después vino la recuperación, la “desescalada”, o el invento de una nueva normalidad. Ya casi no se moría nadie, ¿verdad? Así que ya podíamos salir de casa y hasta podíamos vernos con amigos y reunirnos en casa de los familiares. Pero siempre con la mascarilla delante de la cara, por prudencia, por consideración a los amenazados. Que en los hospitales seguían muriendo algunos desgraciados. Que en las residencias había ocurrido una horrible mortandad de abuelitos, que no debía volverse a repetir. Pero sí se repitió, y volvieron a aumentar los contagios y las muertes. Pero no se podía prolongar por más tiempo el aislamiento general, pues la economía capitalista tenía que sobrevivir, o uno podía morirse de hambre a la puerta de un mercado repleto si no tenía dinero en el bolsillo, o en la cuenta bancaria. Y era inútil intentar remediarlo, pues los imbéciles continuaban su carrera gregaria hacia el contagio. Al fin y al cabo, son los pertenecientes a los grupos de riesgo – viejos, enfermos crónicos, predestinados – los que se mueren; y los imprudentes eran jóvenes y les importaba un bledo contagiar a los que iban a morir. De vez en cuando también se moría o sufría mazazos algún joven, pero eran tan pocos… Y los más racionales tuvimos que volver a extremar la prudencia. Nada de socializar en locales cerrados y mal ventilados. Las reuniones pocas, escuetas, al aire libre y con mascarilla. Esa era la norma obligada.
            Y regresaron los gatos. Yo fui otra vez Kepler. Me hubiera hecho mucha falta volver a mi tertulia, con mis amigos y amigas… Pero nuestra guarida es un lugar estrecho y mal ventilado. Los tertulianos, escasos, se reunían otra vez allí y mandaban fotos donde se les veía sin mascarilla, muy cerca unos de otros, con aspecto feliz, confiado, pero con el riesgo escondido, invisible, en el aire espeso de las tres horas de ingenio, tan vitales, tan necesarias. Evité ir, no por miedo a mi enfermedad – yo soy de los que habitan en un grupo de riesgo -, sino por miedo a la enfermedad de los míos, que yo pudiera contagiarles. Y me alejé de todo contacto. Incluso los mensajes de Wathsapp fueron escaseando por parte de mis antiguos contertulios. Quizá porque ya era un extraño para ellos. Publiqué un nuevo libro, que no pude presentar en público y cuyas ventas ignoro. Ni siquiera hay ya aplausos a las 8. Ahora la soledad no está en las calles, abarrotadas de estúpidos con la mascarilla colgando del codo, de la muñeca o de los huevos; no, la soledad está dentro, en la mente del gato en que me he convertido.
            Hay compañeros que prefieren arriesgarse y acuden a la tertulia, y forman un escaso y desvaído grupo supuestamente heroico. Y yo me pregunto por su insolidaridad. Yo iría con ellos si la reunión se hiciera al aire libre, si se respetaran las distancias, si las mascarillas solo se bajaran para beber y comer… Pero dentro del bar… Pienso que no tengo derecho a poner en peligro a los míos, ni a los que no lo son. No lo hago por mí, me repito, no sé si como una coartada, una excusa de gato solitario.
            Comprendo que haya quien defienda su negocio, porque se juega su pan. Comprendo que haya quien acuda porque no quiere sucumbir. Comprendo que haya quien no soporte claudicar a la realidad. Pero los gatos tenemos muy clara la evidencia de nuestro territorio y de nuestra soledad, y hasta nos gustan las calles solitarias.
            ¿Cuándo terminará este despropósito? ¿Cuándo seré manumitido por una de esas vacunas temerarias, cuyos efectos secundarios aún no han sido convenientemente estudiados? Me da igual. Acudiré a vacunarme, liberaré mi conciencia y entraré de nuevo en el bar de la vieja tertulia, donde ya no sé si seré bien recibido, con alegría o con mala conciencia; porque quizá mi presencia signifique para mis antiguos compañeros un reproche, una acusación de temeridad egoísta e insolidaria. Tampoco sé si regresaré con la dicha en la mirada, o si mis pupilas se habrán vuelto verticales y desconfiadas como las de un gato. Porque no sé si una persona que se ha convertido en felino puede regresar a su antigua condición de homo sapiens.
            Si al menos, las calles permanecieran desiertas y oscuras y a las 8 se oyeran aplausos en los balcones. Si uno no tuviera que ver a jilipoyas abarrotando las calles con la mascarilla colgando, escupiendo perdigones de saliva infecta en cuanto salimos a la calle. ¿Por qué me siento tan decepcionado del género humano? Quizá sería mejor no dejar nunca de ser como Kepler.

                                                                      Miguel Ángel Pérez Oca.

                                                           23 de agosto de 2020 (6º mes de pandemia

miércoles, 12 de agosto de 2020

YA ESTÁ.

Me acaban de decir que mi libro ADANA, LA MUJER PERFECTA ya está en varias librerías de Alicante. Si alguien quiere que se lo dedique, no tiene más que decírmelo y quedamos en cualquier sitio a tomar un café o una cerveza y se lo firmo.
Por culpa del coronavirus no hemos podido hacerle una buena presentación.

viernes, 7 de agosto de 2020

UN DIBUJO DE ENCARGO.


Mi amiga Ana Ponce me ha invitado a dibujar una autocaricatura cabalgando sobre un libro, como símbolo de que la Literatura nos puede librar del aislamiento. Yo me he dibujado huyendo de la Tierra devorada por el Coronavirus, y mandando a paseo al Homo Sapiens, último culpable de los desarreglos naturales que sufre nuestro castigado planeta. Naturalmente, me he puesto con mascarilla y guantes, como está mandado. En cuanto a la distancia, ya veis que me alejo bastante de cualquier asintomático..

martes, 4 de agosto de 2020

102 AÑOS.



Hoy mi madre cumple 102 años. Magdalena Oca nació el 4 de agosto de 1918, el año en que terminaba la I Guerra Mundial. Aquí reinaba Alfonso XIII, que también acabó en el exilio. Magdalena vivió la esperanzadora II República, la terrible Guerra Civil, sobrevivió al bombardeo del 25 de mayo de 1938, tuvo que esperar a que mi padre saliera de la cárcel de la venganza franquista, para poder casarse con él y engendrarme, y tuvo dos hijos y una hija, Conchita, que moriría muy joven en un accidente de tráfico. Mi padre también había muerto demasiado pronto, como consecuencia de un ictus. Así que ella siempre fue muy pesimista, quizá con razón; y ahora languidece tranquilamente más allá del tiempo, pero con la memoria intacta. Hoy iremos a visitarla y, si nos deja la lluvia, la veremos a través de una reja, por aquello del inoportuno coronavirus. Ella, ya alcanzados todos los objetivos de la vida, nos distinguirá entre la niebla de su vista deteriorada y nos dirá algo más o menos inteligible con su verbo cansado, en una mañana incardinada en un lento atardecer.
El tiempo...
Bueno pues... ¡Feliz cumpleaños, mamá!

sábado, 1 de agosto de 2020

UNA RESEÑA DE MI ÚLTIMO LIBRO.

Mi querida amiga Marisol Moreno, ex concejala de Juventud y Protección Animal de Alicante por la formación Guanyar Alacant, feminista, animalista y desternillante monologuista, tenía que haber sido la presentadora de mi novela ADANA, LA MUJER PERFECTA, si no hubiera sido por la maldita pandemia que impide los actos públicos. Así que a falta de una charla de presentación, me ha obsequiado con esta reseña que retrata fielmente mi último libro:
 Portada

 Ilustración del autor.

Ilustración del autor.

RESEÑA de ADANA LA MUJER PERFECTA
Por Marisol Moreno

En estos tiempos de pandemias globales, cambio climático, capitalismo voraz, colapsos mundiales en diferentes áreas, con cientos de especies en peligro de extinción de la mano del ser humano que actúa como un virus destruyendo y esquilmando los recursos que lo sustentan, en los tiempos en los que los líderes mundiales (99% hombres) demuestran una ineptitud irrevocable y perpetúan una insostenibilidad absoluta para nuestra especie, no es de extrañar que las historias apocalípticas con drásticos finales para la raza humana, se vislumbren hoy en día como posibles.
A nivel literario, la humanidad ha pasado de vivir en “Un mundo feliz” de Aldous Huxley en 1932 o el “Gran hermano” de Orwell en 1949 a la cada vez más persistente idea de que la humanidad necesita un relevo como especie, ya que la inercia de nuestra propia existencia nos lleva inexorablemente por un camino lleno de incógnitas en términos de supervivencia. Este panorama hace que diferentes personas de diversas áreas, tanto científicas como literarias, se planteen diferentes futuros posibles, realistas o utópicos, que nos llevan a distintas concepciones de la supervivencia de una raza que parece demostrar por sí misma que su fin no está tan lejos como se pensaba.
En el área de la ciencia ficción, tantas veces visionaria y haciendo de las distopías propias realidades, encontramos relatos y novelas en los que la IA se posiciona como el último eslabón de la escala de la evolución humana. En novelas de la ciencia ficción más purista, por así decirlo, son inteligencias de otros mundos las que apoyan nuestro legado como especie y actúan como salvadores de la misma y es que, tanto la literatura como la ciencia, llevan años advirtiéndonos, de algún modo, que el equilibrio que tanto trastocamos los seres humanos es vital para nuestra existencia. Además, como decía Darwin “no será la especie que sobreviva las más fuerte, sino la que más se adapte”.
Ciertamente, esta es una de las premisas con  la que Miguel Ángel Pérez Oca comienza esta novela: una mezcla de ciencia ficción y memoria histórica con muchos toques autobiográficos, titulada “Adana, la mujer perfecta”.
Con el objeto o la excusa de la ciencia ficción, Miguel Ángel te invita de manera muy sutil, a un viaje por la historia española; desde la época del intercambio de esclavos y esclavas africanas por sal, pasando por la proclamación de la República española hasta el golpe de Estado de 1936; viviendo con los y las protagonistas los grandes hitos de la guerra, como el bombardeo del Mercado Central de Alicante en 1938 o la muerte del dictador fascista Francisco Franco; sentiréis cómo sería escuchar por primera vez poesías de Miguel Hernández o manifestaros en las calles de Alicante con las banderas republicanas; os enfadaréis por las traiciones de los países vecinos y la impunidad de ciertos opresores que vivieron y murieron sin pagar por sus crímenes de guerra; y todo esto contado con una claridad y sabiduría muy características del autor como gran activista por la memoria histórica de este país.
Con lo cual, el desarrollo de la obra brilla por su forma de novelar, tanto las realidades históricas propias de las épocas como los detalles familiares del mismo Pérez Oca.
Por otro lado, es importantísimo que la obra se lea hasta el final para que podáis deleitaros con una magnífica oda al feminismo y , esto os lo digo porque, posiblemente, mucha gente no lo piense ojeando sus primeras páginas. Pero siendo sinceras, ¿cómo crearían unos seres extraterrestres a una “mujer perfecta” basándose en imágenes y cánones establecidos en un mundo globalizado? Seguramente como a Adana, pero tendréis que leerlo hasta el final para saber quién es esta mujer excepcional que viene a brindar un equilibrio al mundo en la era de la testosterona.
Por último, como buena fan de los fanzines de ciencia ficción que soy, no puedo acabar esta reseña sin mencionar las ilustraciones de la obra. Creadas por el mismo Pérez Oca, recuerdan a las revistas de los años 70 y 80 como “Creepy” o “Heavy Metal”, esta última contaba con autores que son eminencias en el género como H.R Giger (Alien) o Esteban Maroto (Vampirella). La portada de este libro bien podría haber aparecido en cualquiera de estos magazines.
Así que, ya sabéis, podéis tener en vuestras manos una mezcla de fantasía/realidad, ciencia ficción y una lección magistral de historia que no os dejará indiferentes. Por lo que respecta al tema de la memoria histórica, yo siempre digo que Guernica tiene a su Picaso pero en Alicante tenemos a Miguel Ángel Pérez Oca.