Y
allí estaban los tres hermanos, después de tan larga ausencia; y cuando vieron
acercarse al amigo grandullón se llevaron una gran alegría.
-Eeeeh,
míralo cómo “bacila” el grandote – exclamó el rey de los enanos.
-¿Y
vosotros, pequeñajos, qué tal estáis? Que sois más malos que la peste negra –
les respondió el gigante, agitando sus pedúnculos.
-Esta
vez hemos vuelto todos juntos – se felicitó el africano -. Vamos a acabar con
todos ellos. ¿Vale?
-Sí,
con todos, por gilipollas – afirmó el más libertino.
-Y
aún dicen que se llaman Homo Sapiens.
-¡Sapiens!
Qué risa.
-Pero
si son incapaces de guardar una cuarentena.
-Si
no se quieren vacunar.
-Si
dice el tonto ese del Miguelito Bosé que con la vacuna les van a inocular un
microchip para controlarlos.
-Si
es que son tontos.
-¿Y
el rector de la universidad esa de Murcia?
-¿Y
el arzobispo de Valencia? ¿Se pueden decir más sandeces?
-¿Sabéis
lo que os digo? – les arengó el grandote - Que se lo tienen merecido.
-Sí,
desde luego, se merecen que acabemos con ellos. Y la Tierra nos lo agradecerá.
-Pues
claro. Este planeta estará mejor sin ellos.
-Y
para postre, la economía capitalista los ha puesto entre la espada y la pared.
Son libres, gracias al capitalismo: Pueden elegir entre morirse de hambre o
morirse de la epidemia.
-Ja,
ja, ja – rieron los cuatro infusorios, llenos de regocijo.
-Pero,
¿habéis visto cosa más tonta que el dinero ese que han inventado? O sea, que
unos papelitos con un valor ficticio, o, peor aún, unas anotaciones en un
ordenador, dejan de moverse de un sitio para otro por tres meses y esa gente se
muere de inanición, al lado de las vacas, las fábricas de embutidos y los
campos de cultivo. ¿Serán idiotas?
-Bueno,
pues ya está bien de aguantar a esos estúpidos. Nos lo ha pedido la madre
Naturaleza y vamos a cumplir nuestra misión, pero esta vez, definitivamente.
Y
los cuatro se dispusieron a acabar con la Humanidad. El grandullón era el
bacilo de Koch, el de la tuberculosis, y los tres pequeñajos los virus del
Sida, el Ébola y el Coronavirus. No tenían más que dejarse llevar por la brisa
hacia las playas, los bares y las salas de fiestas, donde las multitudes de
monos ligeramente evolucionados se arremolinaban sin ninguna precaución,
intercambiando saliva y humores entre sus cuerpos no vacunados ni protegidos
por guantes, condones ni mascarillas.
En
el fondo del Océano Antártico ya estaban llegando los primeros guantes de látex,
y en los intestinos de las focas y los pingüinos abundaban cada vez más los
restos de plástico.
-¡A
por ellos! – gritaron los cuatro - ¡Banzai!
Desde luego, aquel había
sido un feliz reencuentro.
Miguel
Ángel Pérez Oca.