sábado, 27 de junio de 2020

FELIZ REENCUENTRO.



FELIZ REENCUENTRO.

            Y allí estaban los tres hermanos, después de tan larga ausencia; y cuando vieron acercarse al amigo grandullón se llevaron una gran alegría.
            -Eeeeh, míralo cómo “bacila” el grandote – exclamó el rey de los enanos.
            -¿Y vosotros, pequeñajos, qué tal estáis? Que sois más malos que la peste negra – les respondió el gigante, agitando sus pedúnculos.
            -Esta vez hemos vuelto todos juntos – se felicitó el africano -. Vamos a acabar con todos ellos. ¿Vale?
            -Sí, con todos, por gilipollas – afirmó el más libertino.
            -Y aún dicen que se llaman Homo Sapiens.
            -¡Sapiens! Qué risa.
            -Pero si son incapaces de guardar una cuarentena.
            -Si no se quieren vacunar.
            -Si dice el tonto ese del Miguelito Bosé que con la vacuna les van a inocular un microchip para controlarlos.
            -Si es que son tontos.
            -¿Y el rector de la universidad esa de Murcia?
            -¿Y el arzobispo de Valencia? ¿Se pueden decir más sandeces?
            -¿Sabéis lo que os digo? – les arengó el grandote - Que se lo tienen merecido.
            -Sí, desde luego, se merecen que acabemos con ellos. Y la Tierra nos lo agradecerá.
            -Pues claro. Este planeta estará mejor sin ellos.
            -Y para postre, la economía capitalista los ha puesto entre la espada y la pared. Son libres, gracias al capitalismo: Pueden elegir entre morirse de hambre o morirse de la epidemia.
            -Ja, ja, ja – rieron los cuatro infusorios, llenos de regocijo.
            -Pero, ¿habéis visto cosa más tonta que el dinero ese que han inventado? O sea, que unos papelitos con un valor ficticio, o, peor aún, unas anotaciones en un ordenador, dejan de moverse de un sitio para otro por tres meses y esa gente se muere de inanición, al lado de las vacas, las fábricas de embutidos y los campos de cultivo. ¿Serán idiotas?
            -Bueno, pues ya está bien de aguantar a esos estúpidos. Nos lo ha pedido la madre Naturaleza y vamos a cumplir nuestra misión, pero esta vez, definitivamente.
            Y los cuatro se dispusieron a acabar con la Humanidad. El grandullón era el bacilo de Koch, el de la tuberculosis, y los tres pequeñajos los virus del Sida, el Ébola y el Coronavirus. No tenían más que dejarse llevar por la brisa hacia las playas, los bares y las salas de fiestas, donde las multitudes de monos ligeramente evolucionados se arremolinaban sin ninguna precaución, intercambiando saliva y humores entre sus cuerpos no vacunados ni protegidos por guantes, condones ni mascarillas.
            En el fondo del Océano Antártico ya estaban llegando los primeros guantes de látex, y en los intestinos de las focas y los pingüinos abundaban cada vez más los restos de plástico.
            -¡A por ellos! – gritaron los cuatro - ¡Banzai!
            Desde luego, aquel había sido un feliz reencuentro.

                                                                                  Miguel Ángel Pérez Oca.


martes, 9 de junio de 2020

EL HOMBRECILLO PÁLIDO.



            Derek era un alfeñique, siempre lo había sido y siempre lo había sabido muy bien. Por eso se hizo policía, porque necesitaba ser alguien. Por eso llevaba alzas en los zapatos y por eso se sentía tan importante cuando se colocaba el cinturón del que colgaban las esposas, el transmisor, la linterna, la porra y, sobre todo, la pistola. Le gustaba ir de uniforme y hablar autoritariamente a la gente desde la falsa altura que le producía la perspectiva del paisaje visto cuando echaba la cabeza atrás, y todo parecía estar allá abajo. Todos lo sabían, sobre todo él mismo: era un mierdecilla; una cagarruta detrás de una chapa. Y cada vez que se enfrentaba a uno de esos gigantes negros de los barrios, los odiaba y los envidiaba. Y se desahogaba de la injusticia que Dios había cometido con él, golpeándolos impunemente con la porra o dándoles patadas donde más les pudiera doler. La cara de terror de uno de esos gigantes ante sus amenazas le producía unas oleadas indescriptibles de placer, porque lo hacía sentirse poderoso, a pesar de lo endeble de la materia prima que conformaba su ser físico. Del otro, del intelectual, del espiritual, mejor ni hablamos.
            Por aquí tuvimos a uno de esos seres despreciables. Como Derek, era un alfeñique con ínfulas de Dios vengador y todopoderoso. Al de aquí lo llamábamos Billy el Niño y se murió en la cama.
            Aquel día, Derek y sus compinches habían detenido a uno de esos gigantes musculosos del barrio negro. Fue por un confuso asunto de un presunto billete falso, pero la causa era lo de menos. “Vamos, resístete” pensaba el hombrecillo blanco, deseoso de que un acto de resistencia justificara una buena patada, o un buen puñetazo, por su parte. Pero el gigantón no se resistió, ofreció sus manos a las esposas y obediente siguió a sus opresores. ”Es que yo soy guardia de seguridad y respeto a la policía”, se había explicado y esto encolerizó más si cabe al alfeñique. Lo obligó a tumbarse junto a la acera y le puso la rodilla sobre su cuello de toro negro, mientras sus compañeros, los otros alfeñiques pálidos presionaban sobre su poderosa espalda.
            -¡No puedo respirar! – gritaba el negro, mientas Derek descargaba todo su peso sobre la rodilla. Al cabo de ocho minutos y medio, el hombre dejó de gritar.
            -Este ha perdido el conocimiento. – le dijo alguien.
            -Te lo has cargado – aclaró otro.
            Y mientras Derek, el mierdecilla, el alfeñique, la versión americana de nuestro Billy el Niño, empezó a sentirse importante, y presintió su foto en las televisiones.
            -Me lo he cargado – repetía en voz baja, mientras los sanitarios se llevaban al gigante en una ambulancia. Ya estaba muerto.
            Noches después, el payaso Trump, otro alfeñique de espíritu, se refugiaba en su búnker antinuclear y apagaba las luces de la Casa Blanca, mientras un pueblo de gigantes oscuros gritaba que no podía respirar. Era el principio de un final.
           
A LA MEMORIA DE GEORGE FLOYD.

                                             Miguel Ángel Pérez Oca.

                                         (500 palabras)