domingo, 27 de febrero de 2022

NO HAY GUERRAS LEJANAS.

 

NO HAY GUERRAS LEJANAS.

 

            Ayer la prensa y la televisión nos ocultaban a los mercenarios blancos y a los fanáticos locales masacrando a campesinos oscuros, hombres, mujeres y niños de ojos muy grandes y cabello ensortijado. Sabíamos de ellos por sus cadáveres flotando en las costas de nuestro Mediterráneo, víctimas de la mar inclemente y de las mafias explotadoras. A veces aparecían en la televisión, reclamando auxilio, y los mezquinos patriotas de aquí, católicos y fascistas, les negaban el pan y la sal. Porque su guerra estaba muy lejos y no nos importaba. Porque su guerra no nos afectaba. Su martirio nos aburría y nos estropeaba las sobremesas. Eran víctimas lejanas, muy lejanas.

            Ahora, las hordas del autócrata Putin acosan a los ciudadanos de Ucrania. Los bombardean y marchan sobre Kiev, mientras ellos intentan huir a Polonia, a Alemania, a donde sea. Son blancos como nosotros, visten como nosotros y hablan de sus cosas como nosotros hablamos de las nuestras.  Parecen estar muy cerca, y Putin tiene cara de eslavo brutal. Es un conflicto que viene de un largo pasado. Y sus gobernantes, lejos de velar por la vida de sus súbditos, les dan armas para que se defiendan heroicamente. Los gobiernos occidentales les han dado esas armas para que mueran con valor, para tener mártires que echar a la cara del ruso malvado. Las televisiones y los periódicos toman partido por los que van a morir. Ellos van a ser la excusa para sostener el pulso económico con el gigante emergente…

                ¡Malditas guerras!

            La guerra siempre ha servido para beneficio y gloria de los poderosos, y su tributo de vidas siempre lo han pagado los pobres, a los que, encima, se les exige heroísmo y patriotismo. ¡Malditas sean las patrias! ¡Malditas las independencias! ¡Malditos los héroes sangrientos! ¡Malditos los valientes! Quisiera ver a Putin y al presidente ucraniano, y a los generales de uno y otro, luchando en la arena del circo, en calzoncillos y con un cuchillo carnicero en la diestra, hasta la muerte de todos los ilustres asesinos. Pero no, ni siquiera eso sería justo, la sangre no resuelve nada. Si Dios existiera lo arreglaría de una manera dulce y elegante, propia de Dios: Simplemente, ninguno de ellos habría llegado a nacer.

            De todos los emperadores romanos yo salvaría a uno solo, del que apenas hablan los libros de Historia, porque en su reinado no ocurrió nada memorable en todo el Imperio Romano. Me refiero a Antonino Pío, que nunca declaró una guerra.

            El mejor de mis héroes fue el capitán Dickson, del buque Stanbrook, que arriesgó su vida para sacar del puerto de Alicante a 3000 fugitivos desesperados al fin de nuestra Guerra Civil.

Malditos sean Alejandro, César, Gengis Kan, Atila, El Cid, Fernando III con todos los reyes medievales, Carlos V, Felipe II, todos los presidentes americanos, Stalin, Hitler, Mussolini, los aviadores que masacraron Coventry, Hamburgo, Hiroshima, Nagasaki, Alicante y Guernica, y todos los asesinos uniformados de la Historia. Porque…

 ¡NO HAY GUERRAS LEJANAS!

 

viernes, 25 de febrero de 2022

RELATIVIDAD.

 

EL ÉTER Y LA NADA.

            Alberto era un tipo gracioso, con su pelo alborotado, su gran bigote, sus ojillos pícaros y su constante sonrisa irónica. Siempre vestía el mismo traje gris y jamás llevaba calcetines. Distraído y ensimismado, salvo cuando se trataba de admirar a una mujer hermosa, se pasaba las horas, en las que había poco trabajo en la oficina, leyendo revistas científicas alemanas y tomando tazas y más tazas de café, que el portero le subía desde la cafetería de la esquina.

            Aquella tarde interminable, Alberto permanecía sumido en la lectura de un artículo que, por lo visto, le interesaba sobremanera, mientras tomaba notas y desarrollaba fórmulas en una servilleta de papel.

            -¡Eureka! – gritó de pronto, sobresaltándome hasta el punto de que se me cayó la probeta que sostenía en la mano derecha.

            -¿Qué te pasa, amigo? Pareces Arquímedes.

            -Es que lo soy, Giuseppe, lo soy. Acabo de descubrir que el éter no existe.

            -¿Qué éter? ¿El etílico, el quinto elemento de los clásicos…?

            -No. El éter físico, el medio por el que se supone se propagan las ondas de la luz – me respondió solemne, mientras se rascaba nerviosamente su nariz semítica.

            Y ante mi divertido asombro, desarrolló, seguramente por primera vez en la Historia, su teoría que había de cambiar para siempre los principios de la ciencia moderna.

            -Han vuelto a repetir el experimento de Michelson y Morley, esta vez con un interferómetro de 32 metros de recorrido, y da los mismos resultados que en  1887. Es decir, no da resultado alguno. Vaya la luz en la dirección que vaya, su velocidad es la misma, 299.792 kilómetros por segundo. Es como si el aparato, que han instalado en Cleveland, estuviera inmóvil en medio del espacio vacío, a pesar de que nuestro planeta viaja a 107.000 kilómetros por hora alrededor del Sol y a más de 1.000 alrededor de su eje, en la latitud del laboratorio. O sea: la velocidad de la luz es un valor absoluto. Siempre es la misma, independientemente de la velocidad de la fuente emisora, pero también del receptor. Así que… ¡no existe el éter…! Aunque, Giuseppe, ¡eso no es todo! Si esa velocidad es absoluta en todo el Universo, como proponía Galileo para el tiempo, debe ser el tiempo el que es relativo… Si viajásemos por el espacio a bordo de dos balas de cañón a velocidades distintas, mi tiempo y el tuyo no serían el mismo. ¿Me entiendes, amigo?

            -Pues no sé, Alberto… - le contesté desconcertado – Yo solo soy un pobre estudiante de Química.

            -No me llames Alberto; me llamo Albert, Albert Einstein, y aunque trabajo de modesto empleado en esta Oficina de Patentes de Berna, soy doctor en Física.

            -Bueno – me excusé –. Yo soy de Lugano, y mi lengua es la italiana. Así que tú, maldito sabihondo, para mí te llamas Alberto y eres un genio o un loco. No sabría decirte.

            Y los dos nos echamos a reír.

            Cuando ahora veo su imagen en las enciclopedias ya sé que era las dos cosas.

 

                                                                       Miguel Ángel Pérez Oca.

 

                                                                               (500 palabras)

LA GUERRA.


La guerra es la más vergonzosa de las actividades humanas. Significa la legalización y la glorificación del asesinato. El héroe, en la guerra, es el que más enemigos ha asesinado; y cuantos más muertos, más medallas. En toda guerra solo hay dos bandos: el de las víctimas y el de los verdugos.

Esta que os pongo a continuación es mi poesía favorita de mi poeta favorito: MIGUEL HERNANDEZ. Se titula "GUERRA" y te la dedico a ti y a todos los ucranianos y rusos (hombres, mujeres y niños) que van a morir en esta guerra repugnante, como todas las guerras: 

GUERRA

Todas las madres del mundo
ocultan el vientre, tiemblan
y quisieran retirarse
a virginidades ciegas,
el origen solitario
y el pasado sin herencia.
Pálida, sobrecogida
la felicidad se queda.
El mar tiene sed y tiene
sed de ser agua la tierra.
Alarga la llama el odio
y el amor cierra las puertas.
Voces como lanzas vibran,
voces como bayonetas.
Bocas como puños vienen,
puños como cascos llegan.
Pechos como muros roncos,
piernas como patas recias.
El corazón se revuelve,
se atorbellina, revienta.
Arroja contra los ojos
súbitas espumas negras.
La sangre enarbola el cuerpo,
precipita la cabeza
y busca un hueco, una herida
por donde lanzarse afuera.
La sangre recorre el mundo
enjaulada, insatisfecha.
Las flores se desvanecen
devoradas por la hierba.
Ansias de matar invaden
el fondo de la azucena.
Acoplarse con metales
todos los cuerpos anhelan:
desposarse, poseerse
de una terrible manera.
Desaparecer: el ansia
general, creciente, reina.
Un fantasma de estandartes,
una bandera quimérica,
un mito de patrias: una
grave ficción de fronteras.
Músicas exasperadas,
duras como botas, huellan
la faz de las esperanzas
y de las entrañas tiernas.
Crepita el alma, la ira.
El llanto relampaguea.
¿Para qué quiero la luz
si tropiezo con tinieblas?
Pasiones como clarines,
coplas, trompas que aconsejan
devorarse ser a ser,
destruirse piedra a piedra.
Relinchos. Retumbos. Truenos.
Salivazos. Besos. Ruedas.
Espuelas. Espadas locas
abren una herida inmensa.
Después, el silencio, mudo
de algodón, blanco de vendas,
cárdeno de cirujía,
mutilado de tristeza.
El silencio. Y el laurel
en un rincón de osamentas.
Y un tambor enamorado,
como un viento tenso, suena
detrás del innumerable
muerto que jamás se aleja.

                                    MIGUEL HERNÁNDEZ.


miércoles, 16 de febrero de 2022

LA PLUSVALÍA

 


UNA CUESTIÓN CANDENTE.

 

            -Hola, Helena, ¿está don Carlos?

            -Buenos días, don Federico. Pase a la biblioteca. El señor me ha dicho que lo espere, que enseguida baja.

            Y la criada se quedó a la puerta de la estancia, observando al amigo de su señor.

            -Siéntese, don Federico. ¿Quiere que le sirva un té?

            -No, gracias. Puedes retirarte.

Pero ella insistía en mirarlo, como si quisiera decirle algo.

            -Don Federico – se decidió al fin -, quiero darle las gracias por haber reconocido a mi niño como hijo suyo y haberse ocupado de él. Puede usted sentirse orgulloso de su buena acción que yo nunca le agradeceré bastante.

            -Bueno… lo he hecho por mi amigo Carlos, para salvar su matrimonio. Yo soy soltero y no tengo nada que perder - y le preguntó, para desviar la enojosa conversación -. ¿Qué te parece el libro que está escribiendo? ¿Entiendes el argumento?

            -No, señor. Es muy complicado…

            -Pues trata de una cuestión candente y fundamental.

            Don Federico se arrellanó en su sillón, y miró, condescendiente, a la criada.

            -Dime, Helena, ¿cuál crees tú que es la cosa más valiosa e imprescindible  para la vida?

            -Sin duda, el aire que respiramos, señor.

            -Y si es tan valioso, ¿por qué es gratis?

            -Porque está ahí, y no hay que trabajar para obtenerlo.

            -Exacto. Así que el trabajo es el que da el valor a las cosas.

            Y la criada asintió con un movimiento de cabeza.

            -Entonces, ¿por qué el burgués rico, que aportó un día dinero para comprar las herramientas y el edificio, es el dueño de la empresa para siempre, y en cambio el obrero, que con su trabajo diario da el valor a lo fabricado, solo recibe un mal sueldo? ¿Te parece justo?

            -No, señor.

            -Pues el dinero que ese señor le roba al trabajador, después de haber recuperado el capital que aportó y sus justos intereses, es un beneficio añadido que recibirá para siempre, y le llamamos “plusvalía”, privilegio de la clase burguesa pudiente sobre el proletariado desposeído. Pero llegará un día, cuando las condiciones lo permitan y las crisis hundan al capitalismo, que en el mundo prevalecerá la clase trabajadora en un sistema socialista, que ha de ser justo y democrático. ¿Lo entiendes ahora?

            -Sí, señor. Lo entiendo. Así que los trabajadores harán la revolución muy pronto, ¿verdad?

            -Sí, la harán, pero no inmediatamente, porque si un grupo revolucionario se adelantase al momento oportuno, puede ocurrir que tenga que imponer el nuevo sistema por la fuerza, en una dictadura partidista que no sería la del proletariado, libre y justa, sino que podría resultar peor que el sistema derribado.

            -Y dígame, don Federico, ¿soy yo una trabajadora? porque trabajo mucho y don Carlos nunca me ha pagado un sueldo. Yo estoy aquí solo por el techo, la ropa y la comida.

            -Ejem… - carraspeó don Federico, sin saber qué decir.

            Afortunadamente, la presencia de don Carlos Marx lo sacó del apuro.

            -Amigo Engels, ya sé qué título le daré al libro. ¿Qué te parece “El Capital”?

                                                           Miguel Ángel Pérez Oca.    

                                                                 (500 palabras)

miércoles, 9 de febrero de 2022

EL NIÑO, EL TREN Y EL UNIVERSO.

 


EL NIÑO QUE VEÍA PASAR EL TREN.

 

            Christian Doppler era un niño de aspecto enfermizo e inteligente. El médico había aconsejado a sus padres que lo llevasen en verano de vacaciones a alguna comarca alpina de aires frescos y secos, donde sus pulmones pudieran fortalecerse. Y allí, en la pintoresca aldea, lejos de factorías y barrios malsanos, su cuerpo se fortaleció, y también sus ganas de jugar, vivir y aprender.

A media mañana, un tremendo e interminable tren de mercancías solía pasar por la estación del pueblo, sin detenerse, ni siquiera aminorar su marcha, tal como una exhalación de hierro envuelta en humos, chirridos y silbidos penetrantes. Y su aparición fugaz maravillaba al niño, que imaginaba largos viajes a países exóticos. Todos los días, a la misma hora, Christian dejaba sus juegos y marchaba a la estación, para ver pasar el tren y sentir en el rostro el viento que desataba.

            Como siempre, cada vez que pasaba un tren, el viejo jefe de estación, con su arrugado uniforme azul y su gorra cilíndrica y roja de visera charolada, se plantaba a la orilla del andén y levantaba una banderita roja, dando paso al convoy. El niño se le acercó y lo observaba con admiración y curiosidad.

            -¿Qué, muchacho? ¿Te gustan los trenes? – preguntó el hombre, atusándose el bigote.

            -Sí, señor – le contestó el niño con gesto tímido.

-¿Quieres preguntarme algo?

-Sí… ¿Por qué el tren hace “pííí” cuando viene y “pooo” cuando se va?

            Y el viejo ferroviario meneó la cabeza e hizo una mueca de admiración.

            -Vaya, tú también te has dado cuenta, ¿eh?  Eres un chico muy observador. Pero el hecho de que el silbato del tren suena más agudo cuando se acerca que cuando se aleja es un misterio que nadie me ha sabido explicar.

            Christian se hizo mayor y estudió Física en Viena y Salzburgo, y en 1842, a los 39 años, publicó un libro donde se resolvía el misterio que al fin había podido desentrañar por sí mismo, y que tenía la siguiente explicación: Cuando un cuerpo se desplaza rápidamente, emitiendo un sonido constante, las ondas sonoras se comprimen por delante y se separan por detrás, de forma que percibimos ese sonido más agudo cuando se nos acerca y más grave cuando se aleja. A este fenómeno se le conoce como Efecto Doppler.

            Años más tarde, el físico francés Fizeau descubrió que este efecto se produce también en la luz, de manera que una estrella que se acerca a la Tierra, por muy lejana que esté, se verá más azul, mientras que otra que se aleja, se verá más roja.

            En los primeros años del siglo XX, el astrónomo americano Hubble, observando lejanas galaxias, comprobó, mediante el Efecto Doppler de la luz, que todas ellas se alejan de nosotros debido a que el Universo está en expansión desde que surgió de una gran explosión, llamada Big Bang, ocurrida hace más de trece mil millones de años.

            Y así, un niño curioso que veía pasar el tren nos enseñó cómo es el Universo.

             

                                                                                                Miguel Ángel Pérez Oca.

 

                                                                                                       (500 palabras)

martes, 1 de febrero de 2022

MENDEL Y LOS GUISANTES

 



EL MONJE HORTICULTOR

            El orondo obispo se pavoneaba ante los monjes y les daba a besar su anillo episcopal.

            -Qué gran honor significa para este modesto monasterio la visita de Su Ilustrísima.

            Y el hombre gordo y presumido simulaba una falsa modestia adoptando un gesto condescendiente.

            -El honor es mío, señor abad. Hace meses que deseaba visitar estas instalaciones donde eminentes sabios y doctores en Teología y Literatura antigua desarrollan sus valiosos estudios.

            -No solo hay doctores en Teología y Literatura clásica, Ilustrísima, también hay estudiosos de las Ciencias Naturales – terciaba el abad, conduciendo a su huésped hacia los campos donde los frailes hortelanos trabajaban bajo el sol.

            -Y esto que me muestra, abad, ¿son jardines?

            -No del todo, Ilustrísima – contestó enigmático el abad - . Alguno de estos campos es más un laboratorio que un jardín. Mire, estos hermanos cultivan cereales, en busca de la variedad que dé las mejores harinas para hacer pan.

            -Interesante – comentó el obispo, reposando sus manos blancas y enjoyadas, entrelazadas sobre su prominente vientre de varón bien alimentado.

            -Y allá al fondo, tenemos a nuestro sabio.

            -¿Aquel hortelano de las gafas que se inclina sobre las matas es un sabio? – preguntó, incrédulo, el prelado.

            -Ese es nuestro hermano, el eminente padre Gregorio Mendel.

            -¿Y que cultiva con tanto esmero?

            -Cultiva guisantes, Ilustrísima.

            Y el gordo agitó su vientre en una serie de carcajadas contenidas.

            -¿Y dice usted que es un sabio que cultiva guisantes? Ja, ja, ja…

            -No solo los cultiva, cruza especies diversas, y anota los resultados, en busca de las leyes de la herencia. El llama a su ciencia Genética.

            -¿Y llama usted sabio a uno que pierde el tiempo observando guisantes? ¿Acaso busca producir los guisantes más grandes y sabrosos, como hacen sus compañeros con los cereales?

            - Oh, no, Ilustrísima. Lo que él quiere averiguar son las leyes que rigen la herencia y que también nos conciernen a nosotros, los seres humanos. El parecido de un hijo con sus progenitores, según dice el padre Mendel, obedece a unas leyes que se pueden investigar. Hay guisantes que nacen con un color o con una textura determinadas y al cruzarse con otros de distintas características dan como resultado una apariencia que obedece a que en la herencia se manifiestan caracteres que, unos son dominantes y otros recesivos, y que conforman al nuevo individuo, tanto en los vegetales, como en los animales y las personas…

            -¡Qué tontería! Cada cual tiene la apariencia que Dios dispuso. Vaya pérdida de tiempo – comentó el obispo ante el enojo disimulado del abad.

            -Vamos – ordenó el prelado gordo -, no desperdiciemos la visita y enséñeme el templo y sus famosas tallas, obra de artistas eminentes.

            Y los dos regresaron al interior del edificio, el hombre gordo con pasos prepotentes y mirada engreída en su cabeza vacía, el otro encogido y enfadado por su imprudencia al mostrar quien no debía ante quien no sabía.

            -Como guste Su Ilustrísima. Esta abadía es muy rica en ciencia, pero en arte deja bastante que desear.

                                                              Miguel Ángel Pérez Oca.   (500 palabras)