viernes, 22 de octubre de 2021

MI PRIMER TRABAJO.

 

GENERACIÓN 21

 

            Por fin habíamos decidido reunirnos, mientras la enfermedad se batía en retirada. Todavía perduraban las mascarillas, el gel alcohólico, las distancias prudentes y los aforos controlados; pero cada día la televisión anunciaba un número menor de muertos y contagiados. Ya no había apuros en los hospitales. Muchos jóvenes y algunos adultos imprudentes celebraban fiestas multitudinarias, fuera de toda precaución, como si la plaga hubiera sido anulada definitivamente. Y no era eso, no lo era. Había que seguir teniendo cuidado, aunque todos estuviésemos vacunados. Pero ya nos podíamos dar alguna alegría. Por ejemplo, reunirnos en una terraza o un interior bien ventilado y respetando las normas sanitarias.

Los telediarios, en aquellos días, se ocupaban de otras cosas: la llegada al poder de los talibanes en Afganistán y la evacuación de nuestras tropas y colaboradores con sus familias; la terrible erupción del volcán de La Palma, con sus rugidos y sus ríos de lava incandescente que devoraba casas y plantaciones; las agrias disputas entre el Gobierno y la oposición; la  subida desproporcionada de los precios de la electricidad… Los medios habían vuelto a mostrar asuntos cotidianos, mientras la pandemia del coronavirus se retiraba en cauteloso mutis. La peste estaba siendo vencida, ella, la culpable de la descomposición de la vieja tertulia, a la que yo no deseaba regresar de ningún modo.

            Y nosotros decidimos volver a reunirnos y fundamos una nueva tertulia. ¿Qué nombre le daríamos? Ninguno de los antiguos tertulianos pretendía imponer nada a los neófitos. Se llamaría como decidiera el pueblo soberano. Y así surgió el nombre: GENERACIÓN 21. Y nos dispusimos a resucitar los añorados gozos literarios de antes de la maldita peste. Cada cual debía aportar, si esa era su voluntad, un escrito en prosa de 500 palabras como máximo, o una composición poética de un folio.

            Os confieso que, tras año y medio de silencio, me costaba poner 500 palabras en orden, desarrollando una idea. Me senté ante el ordenador y traté de concentrarme en la tarea. Suni leía en el salón algún libro nuevo que había descubierto. Mi gato Kepler dormitaba feliz en la mecedora. Todo estaba en orden. A mi alrededor, en el estudio, mis viejos cuadros y dibujos me saludaban desde las paredes, y sobre la librería, atestada de volúmenes, surcaba la inmovilidad la nao de Colón, en una reproducción hecha por mí en unas vacaciones. Un Buda marfileño, gordito y afable (qué religión más amable el budismo) me sonreía junto a la agenda. Un peregrino-calendario, recuerdo de mi caminata a la tumba de Prisciliano (aunque los curas de hogaño se empeñen en llamar Santiago al finado), me miraba con gesto distraído y las piernas colgando desde la cúspide del armario. Ya solo faltaba escribir. Debía empezar. Casi oía a mis neuronas poner en marcha sus motores.

            -Vamos allá - me dije, y me dispuse a golpear teclas.

            “Por fin habíamos decidido reunirnos…” apareció en la pantalla, como quien dice: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”

 

                                                                                  Miguel Ángel Pérez Oca.

                                                                                          (500 palabras)

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