GENERACIÓN 21
Por fin habíamos
decidido reunirnos, mientras la enfermedad se batía en retirada. Todavía
perduraban las mascarillas, el gel alcohólico, las distancias prudentes y los
aforos controlados; pero cada día la televisión anunciaba un número menor de
muertos y contagiados. Ya no había apuros en los hospitales. Muchos jóvenes y
algunos adultos imprudentes celebraban fiestas multitudinarias, fuera de toda
precaución, como si la plaga hubiera sido anulada definitivamente. Y no era
eso, no lo era. Había que seguir teniendo cuidado, aunque todos estuviésemos
vacunados. Pero ya nos podíamos dar alguna alegría. Por ejemplo, reunirnos en
una terraza o un interior bien ventilado y respetando las normas sanitarias.
Los
telediarios, en aquellos días, se ocupaban de otras cosas: la llegada al poder
de los talibanes en Afganistán y la evacuación de nuestras tropas y
colaboradores con sus familias; la terrible erupción del volcán de La Palma,
con sus rugidos y sus ríos de lava incandescente que devoraba casas y plantaciones;
las agrias disputas entre el Gobierno y la oposición; la subida desproporcionada de los precios de la
electricidad… Los medios habían vuelto a mostrar asuntos cotidianos, mientras
la pandemia del coronavirus se retiraba en cauteloso mutis. La peste estaba
siendo vencida, ella, la culpable de la descomposición de la vieja tertulia, a
la que yo no deseaba regresar de ningún modo.
Y
nosotros decidimos volver a reunirnos y fundamos una nueva tertulia. ¿Qué
nombre le daríamos? Ninguno de los antiguos tertulianos pretendía imponer nada
a los neófitos. Se llamaría como decidiera el pueblo soberano. Y así surgió el
nombre: GENERACIÓN 21. Y nos dispusimos a resucitar los añorados gozos
literarios de antes de la maldita peste. Cada cual debía aportar, si esa era su
voluntad, un escrito en prosa de 500 palabras como máximo, o una composición
poética de un folio.
Os
confieso que, tras año y medio de silencio, me costaba poner 500 palabras en
orden, desarrollando una idea. Me senté ante el ordenador y traté de concentrarme
en la tarea. Suni leía en el salón algún libro nuevo que había descubierto. Mi
gato Kepler dormitaba feliz en la mecedora. Todo estaba en orden. A mi
alrededor, en el estudio, mis viejos cuadros y dibujos me saludaban desde las
paredes, y sobre la librería, atestada de volúmenes, surcaba la inmovilidad la nao
de Colón, en una reproducción hecha por mí en unas vacaciones. Un Buda
marfileño, gordito y afable (qué religión más amable el budismo) me sonreía
junto a la agenda. Un peregrino-calendario, recuerdo de mi caminata a la tumba
de Prisciliano (aunque los curas de hogaño se empeñen en llamar Santiago al
finado), me miraba con gesto distraído y las piernas colgando desde la cúspide
del armario. Ya solo faltaba escribir. Debía empezar. Casi oía a mis neuronas
poner en marcha sus motores.
-Vamos
allá - me dije, y me dispuse a golpear teclas.
“Por
fin habíamos decidido reunirnos…” apareció en la pantalla, como quien dice: “En
un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”
Miguel
Ángel Pérez Oca.
(500 palabras)
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