viernes, 5 de marzo de 2021

LAS LLAVES DE DON NICOLÁS.

 

LAS LLAVES DE DON NICOLÁS.

 

            Y la ocasión soñada por el Conqueridor se dio al fin, aunque 32 años más tarde y con otro soberano de Aragón, Cataluña, Valencia y Sicilia, su nieto Jaume II, tan grande, hercúleo e inteligente como su famoso abuelo. Y es que en Castilla había guerra civil. A la muerte de Alfonso X le sucedió don Sancho IV el bravo, su segundo hijo, ya que el primero, don Fernando de la Cerda, había fallecido con anterioridad. Así lo disponía el derecho consuetudinario castellano, aunque  según el Derecho Romano, en el que Alfonso X se basó para su Código de las 7 Partidas, eran los herederos del primogénito fallecido quienes ostentaban el derecho de sucesión. La pronta muerte de don Sancho, aun empeoró las cosas y estalló una guerra civil en Castilla, entre los aspirantes de la familia La Cerda y el hijo de Sancho, Fernando IV, un niño a la sazón, regentado por la enérgica doña María de Molina. Don Alfonso de la Cerda había pedido ayuda a don Jaume II, cediéndole el Reino de Murcia, Alicante incluido, si le ayudaba a obtener la corona de Castilla. Y don Jaume, que era un joven de 29 años, sediento de poder y de conquista, acudió enseguida a Alicante, con una fuerte flota catalana y un numeroso ejército.

            La población de la ciudad se le entregó fácilmente, pues estaba compuesta por una mayoría de aragoneses y catalanes deseosos de ser súbditos de su reino. Pero el castillo era otra cosa. Su alcaide, don Nicolás Péris (o Pérez para los castellanos) era un hombre de mediana edad, muy enérgico y dispuesto a defender los derechos de su rey Fernando. Y se negó a entregar el fuerte.

            Jaume II, impaciente por asentar la plaza y marchar a la conquista de Murcia, no esperó a sitiarlo, sino que lo quiso tomar al asalto. Derribó con un ariete un lienzo de la muralla del albacar, y los aragoneses y catalanes, con su rey a la cabeza, entraron por la brecha en tromba.

            Según el cronista Ramón Muntaner, testigo de los hechos, el asalto resultó ser especialmente sangriento. El rey, blandiendo su gran espada, iba en cabeza, y en un arrebato de furia que solo su caballero Berenguer de Puigmoltó apenas podía refrenar, sujetándolo por las ropas y permitiendo que otros caballeros lo acompañaran, hizo una carnicería entre sus enemigos. Uno de los castellanos atravesó el escudo del rey con un puñal, pero éste, tirándolo al suelo de un golpe le clavó la espada por la nuca hasta sacar la hoja por entre los dientes (qué bruto, ¿verdad?). Después sacó la espada y le arrancó un brazo a otro enemigo, de un solo tajo. Y aún mató a cuatro más. Entonces, en lo alto de la brecha, apareció don Nicolás Peris, que retó al rey en duelo singular para evitar más derramamiento de sangre. El que matase al otro sería el dueño del castillo, y llevaba la espada en la diestra y las llaves de la fortaleza en la otra mano.

            Pero el que tenía enfrente era una fuerza de la naturaleza, y una lluvia de golpes y estocadas dieron al desgraciado don Nicolás por tierra, malherido. Y los caballeros de don Jaume lo remataron y lanzaron su cadáver al foso para que se lo comieran los perros, por haber tenido la osadía de desafiar a un rey. Dice la leyenda que hubo que cortarle la mano que, aun muerta, se negaba a entregar las llaves.

            La Senyera fue izada en la torre más alta. Don Jaume II perdonó la vida a los defensores del castillo y celebró su victoria con un trago de vino compartido con todos los contendientes de uno y otro bando.

            Yo no puedo por menos que dedicar una reflexión al pueblo, aquel que descendía de los viejos iberos, que había sido ocupado, pero respetado, por cartagineses, romanos, godos, bizantinos, y árabes, y ahora formaba parte de los braceros agrícolas de la zona, a la orden del señor del norte que poseyera la tierra que siempre había sido suya. En un libro anterior me figuré esta escena que no me resisto a reproducir.

            Desde una cercana huerta, dos siervos musulmanes contemplan el asalto del castillo.

            -Ya han entrado los catalanes – dice uno con gesto fatalista.

            -Pues, vaya – le contesta el otro, contrariado –, con lo que me costó aprender la lengua de mis señores castellanos y ahora tendré que hablar con los nuevos amos en catalán.

            Era el 22 de abril de 1296, y desde entonces esta ciudad se llamó Alacant.

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