lunes, 8 de marzo de 2021

LOS DOS PEDROS.

LOS DOS PEDROS

 

            Nos dice Nicasio Camilo Jover, en su Reseña Histórica de la Ciudad de Alicante, que en 1332, cuando la invasión de los Benimerines, los musulmanes hicieron uso de la recién inventada artillería “arrojando contra los muros de Alicante pellas de fierro colado con unas máquinas hasta entonces desconocidas”. Afortunadamente, el ataque fue rechazado, pero era lo que nos faltaba, los cañones, pues unos años más tarde Alacant sería presa de una guerra dura y encarnizada entre el Rey de Castilla, Pedro I el Cruel (o el Justiciero, según el bando) y el Rey de Aragón, Pedro IV el Ceremonioso.

            Castilla no se había resignado a perder Alicante desde que Jaume II la tomó a costa de la vida de don Nicolás Pérez, alcaide de su castillo, y aprovechó la primera oportunidad que tuvo para recuperarla. Y esa oportunidad surgió con la traición del Infante don Fernando, señor de la villa, que la entregó a don Pedro I de Castilla el 8 de septiembre de 1356, a cambio de no sabemos qué vergonzoso precio.

            Un mes más tarde, las tropas catalano-aragonesas del conde de Denia tomaban la villa con el apoyo de la población, que se sentía del Ceremonioso, mientras los soldados castellanos se hacían fuertes en el castillo. Y después de un largo asedio fueron rendidos por hambre y acordaron marcharse con todos los honores. Don Pedro IV de Aragón  premió la lealtad de los alicantinos disponiendo que nunca más tendrían señor feudal y que siempre serían súbditos de la Corona.

            En abril de 1359 vino la flota castellana, fondeando en el Cabo de la Huerta, y desembarcando un contingente de soldados al mando del Maestre de Calatrava, don diego García de Padilla; pero fueron rechazados por cincuenta jinetes del comendador de Montesa, Fray Gutierre de Fábregas.

 Al mando de la plaza, no ya como señor feudal, sino como jefe militar, luchaba a favor del Ceremonioso, su hermano, el infante don Fernando, que se había reconciliado con él, con toda la desfachatez propia de la nobleza del mundo medieval. ¡Qué gente!

            En diciembre de 1362, un gran ejército castellano cayó sobre Alicante y su castillo por sorpresa, tomándolos al asalto y causando un gran destrozo y mortandad entre los habitantes y defensores de la plaza.

            En enero de 1364 las tropas aragonesas sitiaron de nuevo Alacant y, después de un largo asedio, el pueblo alicantino, harto de privaciones y siendo partidario de la corona aragonesa, se levantó contra los castellanos y los obligó a rendirse.

            La guerra terminó abruptamente cuando en 1369, en los Campos de Montiel, Pedro I de Castilla fue asesinado por su hermano bastardo Enrique de Trastamara, con la ayuda del caballero francés Duguesclín, aquel que le torció el pie al rey para que su hermano pudiera apuñalarlo a gusto, diciendo como excusa: “Ni quito ni pongo rey, solo ayudo a mi señor”. Toma ya, la gente “noble” del Medievo. A continuación, Aragón se apresuró a reconocer al fratricida como rey de Castilla, con el nombre de Enrique IV, y se acabó la guerra por Alacant.

            No sabemos si en todos estos asedios, ataques y asaltos se utilizó la recién inventada artillería, pero Alacant debió quedar muy maltrecha y diezmada de habitantes. Por aquellos tiempos, el canciller Pedro López de Ayala describía a Alacant como una villa yerma y despoblada.

            En esta época ya casi no quedaban musulmanes en el término alicantino. Según el profesor Del Estal, en la última década del siglo XIV la población mudéjar había descendido de 200 cabezas de familia a tan solo 20. El resto habían huido a Granada o al Magreb. En cuanto a los judíos, entre la guerra y los asaltos a las juderías y consiguientes matanzas ocurridas en 1391, apenas quedaban unos pocos en Alacant, donde no hubo aljama hasta mediado el siglo XV.

            El rey Ceremonioso organizó campañas de repoblación, invitando a aragoneses, catalanes, mudéjares y judíos a instalarse en la villa de Alacant; aunque la recuperación debió tardar años en completarse. Es en este tiempo cuando se construyó la Lonja de Caballeros, de estilo gótico civil, para fomentar el comercio; y que sería derribada en 1862, en plena fiebre modernizadora, porque, como dice nuestro himno: “Qué encant, este no es un poble vell, que es un nou Alacant”, para nuestra desgracia y nuestra desagradecida desmemoria.

                                                              

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