QUE LA TIERRA TE SEA LEVE, PUBLIO ASTRANIO VENUSTO.
Eran
tiempos del Emperador Marco Aurelio, la época dorada del Imperio Romano, y en
lo que hoy se llama Tossal de Manises, había una bella ciudad amurallada, junto
al mar azul y un pequeño puerto, que hoy, anegado, se llama playa de la
Albufereta. Su nombre era Lucentum y le
daba entidad también a la comarca que la rodeaba. Lucentum quiere decir Ciudad de la Luz. Imaginaos la
ciudad resplandeciente al sol, con su pequeño puerto donde amarraban barquitos
de carga, barcas de pesca y, ocasionalmente, alguna trirreme. La población contaba con un
amplio foro, donde los ciudadanos envueltos en sus túnicas discutían de los
temas urbanos. Había unas termas municipales y otras donadas al pueblo por un
ciudadano rico, con aspiraciones políticas, llamado Popilio Onyx, donde, ya sin
túnica, los lucentinos se aseaban y discutían de deportes, juegos, viajes,
mujeres y todo tipo de temas frívolos. Había comercios en las calles, una
guarnición en las torres de la muralla, construidas por Tadio Rufo, prefecto de
la ciudad. Y tumbas en el camino que llevaba a la puerta de la población,
gracias a cuyas lápidas conocemos el nombre y podemos imaginarnos la historia
de muchos de sus pobladores y pobladoras.
Lucentum
debió ser en esa época una ciudad pequeña, próspera, provinciana y sin apenas
historia. Solo figura en las crónicas de entonces como un jalón en la vía
romana que recorría las importantes urbes de Emporium, Barcino, Illice, Cartago
Nova... En fin, en aquella época, como aún se dice en la actualidad, “Todos los
caminos llevan a Roma”.
Así
que no podemos hablar de importantes sucesos que durante los siglos de esta era
histórica tuvieran lugar en Lucentum. Ni siquiera las guerras entre Sertorio y
Pompeyo, o las campañas de César dejaron huella en la urbe tranquila y su
fértil huerta.
Solo
podemos saber de estos nuestros antepasados gracias a la muerte. Pues es en las
lápidas de sus tumbas, a la entrada de la ciudad, donde figuran sus nombres,
recopilados por el estudioso Lorenzo Abad Casal, y también hay otras
inscripciones, pero estas de gente importante, halladas al azar entre las
ruinas de la población o lugares próximos. Y así tenemos los nombres de los
duunviros Publio Fabricio Justo y Publio Fabricio Respecto, que presidieron la
inauguración de un templo a Juno; del prefecto Tadio Rufo; del finado Publio
Astranio Venusto, sevir augustal de Lucentum, muerto a los 23 años, en cuya
lápida se ruega al caminante que diga “que la tierra te sea leve”; de Hermeros,
que dedica una lápida a la memoria de su esposa Piralide; de Pardo Sagustino,
en memoria de su amiga Lucia Bebia Romana; de Sicceia Donata, a su hijo Piero,
fallecido a los 13 años; y de los fallecidos Gayo Lolio Rufo, Primigenia
Simponiana y un tal Varrón. También se encontró una inscripción en griego, muy
deteriorada, que Lafuente creyó que era el epitafio de Amilcar Barca, pero que
resultó ser de un marino de Nicomedia llamado Volusio Síntrofo. Durante años,a
la entrada de la fortaleza de Santa Bárbara el Ayuntamiento había colocado una
pirámide sacada del viejo cementerio de San Blas, con dicha inscripción, que
hubo de quitarse al comprobar la pifia de don José Lafuente.
Resulta
triste que de gentes con nombres tan hermosos como estos antepasados nuestros,
no se guarde memoria de sus vidas y afanes. No saber qué fue de ellos. Que
lazos de sangre pueda haber entre estas personas y los actuales alicantinos.
Porque ellos compartieron con nosotros cosas tan importantes como los cielos
azules y despejados, las olas mansas de las playas, los paisajes lejanos de
esas montañas azules que cercan nuestro paraíso. ¿Cómo llamarían ellos al monte
Maigmó, a la Penya Mitjorn, a Carrasqueta, al Cabeço d’Or, la Aitana, el Puig
Campana y la Sierra de Bernia? ¿Y el Monte Benacantil? ¿Habrían intuido el
parecido de la roca con un rostro humano?
Yo
solo sé que de pequeño iba con mi padre a la Albufereta y veía piedras del
antiguo embarcadero romano y escarbaba en lo alto del Tossal para hallar restos
de una primorosa cerámica rojiza; y veía al viejo y encorvado padre Belda,
rodeado de muchachos que excavaban por allí en busca de la vieja memoria
perdida de un pueblo muerto que nos dio el nombre. El padre tomaba notas y
comía altramuces. Todavía no había llegado Solveig Nordstrom, la que lo
salvaría de los buitres inmobiliarios que ya se frotaban las manos pensando en
el dinero que iban a ganar vendiendo parcelas y apartamentos a los “guiris”.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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