ALICANTE ES UN LIBRO.
Toda mi vida,
ya larga y copiosa, me ha fascinado bajar al Raval Roig, sobre el acantilado
que se asienta en el oro arenoso de la playa del Postiguet (un día os contaré
el por qué de ese nombre) y recorrer esa calle que es balconada sobre el
Mediterráneo en una costa sin mareas. ¿Sabéis que las medidas geodésicas de
toda España se dan “sobre el nivel del mar en Alicante” porque aquí tenemos la
mar amaestrada y nunca osa alzarse más de medio palmo? Después de contemplar el
rígido horizonte donde los dos azules, el marino y el celeste, fijan sus
límites, uno desvía su vista a estribor y se estremece ante a silueta gris
blanquecina del cabo de Santa Pola que, como una Moby Dick gigantesca parece
querer devorar a la pequeña chalupa pétrea de la isla de Tabarca, antiguo
refugio de piratas que asolaban las costas de la Condomina y ahora está
habitada por gentes de apellidos ligures, antiguos esclavos italianos liberados
en el Siglo XVIII por su majestad don Carlos III. A babor del amplio panorama
nos encontramos con el Cabo de la Huerta, límite de unas tierras de labrantío
plagadas de torres de defensa contra piratas, sede del Santuario de la
Santísima Faz, meta de peregrinos, a la que Juan Sebastián de Elcano tenía
especial devoción, y regada por las aguas del Pantano de Tibi, obra de don
Felipe II y vetusto pantano de piedra de sillería, que ha aguantado toda clase
de embestidas y temblores a lo largo de la historia.
Uno desciende
después a la Playa del Postiguet y su Paseo de Gomiz, el viejo alcalde que
ensanchó la ciudad librándola del corsé de sus murallas ya obsoletas. Atraviesa
la Plaza del Ayuntamiento, presidida por el imponente Palacio Casa Consistorial
de estilo barroco valenciano, que vale la pena visitar, y tuerce a la
izquierda, entrando en la plaza de la Puerta del Mar, antiguo acceso al puerto.
Se encarama al paseo elevado de la escollera, guardado por palmeras metálicas,
pasa junto al lugar de donde partió el heroico vapor Stanbrook, con los últimos
3.000 refugiados republicanos, y dedica un breve recuerdo de gratitud a su
capitán Archibald Dickson, que, para mí, forma con Quijano, la más fantástica
pareja de héroes que ha tenido esta ciudad. Y al final del paseo se da media vuelta
y se asombra con el fantástico panorama de la ciudad recostada sensualmente en
el regazo de la roca blanca, enhiesta, y con rostro humano, que es el monte
Benacantil. Y sobre la “Cara del Moro”, a modo de airoso sombrero, el Castillo
de Santa Bárbara, con sus torres medievales y sus baluartes artilleros del
siglo XVIII, a 160 metros de altura. Abajo, Alicante, la ciudad antaño blanca y
marinera, ahora plagada de orgullosas torres de cemento y cristal, se despereza
al sol bajo el clima con el que le obsequiaron los dioses; que ya un romano
quedó prendado de su luz cristalina y decidió llamarla Lucentum, el pueblo
luminoso. Que de ahí viene nuestro nombre. Lucentum o Lucentia quedó en Lukant
en los ásperos labios godos, y fue adornada con el artículo Al por los refinados
árabes, quedando como Alucant, o Medinalacant. De ahí Alacant, que un
castellano gobernante corrigió y tradujo a la lengua del Imperio como Alicante.
Y en esas estamos.
Y las palmeras
sombreando los jardines, y los gigantescos Ficus, como dinosaurios vegetales,
convirtiendo en selva algunos rincones del Parque de Canalejas, la Plaza de
Gabriel Miró, la Estación de Madrid. Y las terrazas callejeras donde los
alicantinos y alicantinas se horchatean, o se cervecean, o se vermutean, ajenos
a su memoria colectiva que jamás debieron perder. Porque, para recordar y
recuperar la memoria y la personalidad del milenario Alicante, Alacant,
Lucentia, no hay más que recorrer sus calles y, como quien abre las hojas de un
libro, preguntarse: ¿Qué pasó aquí? Y la historia, como un torrente que se
desborda con el deshielo, nos traerá caballeros con cota de malla, marinos
temerarios, liberales insurrectos, heroicos luchadores contra las epidemias,
escritores fecundos, poetas mártires, pescadores esforzados, labradores
tenaces, mujeres heroicas, piratas sarracenos, centuriones, predicadores,
frailes milagreros, gentes de fuera que vinieron a morir aquí por amor, republicanos
vencidos reclamando democracia, madres que escondían a sus hijos bajo tierra
para que las bombas no los alcanzaran, invasores crueles… y buena gente, muy
buena gente; que entre todos han escrito nuestra historia, como si Alicante
fuera un libro y sus calles las páginas llenas de dolor y gloria, de dicha y de
trabajo. Un libro que os propongo leamos juntos, a la sombra del Benecantil.
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