viernes, 19 de febrero de 2021

Alicante es un libro.

 

ALICANTE ES UN LIBRO.

 

Toda mi vida, ya larga y copiosa, me ha fascinado bajar al Raval Roig, sobre el acantilado que se asienta en el oro arenoso de la playa del Postiguet (un día os contaré el por qué de ese nombre) y recorrer esa calle que es balconada sobre el Mediterráneo en una costa sin mareas. ¿Sabéis que las medidas geodésicas de toda España se dan “sobre el nivel del mar en Alicante” porque aquí tenemos la mar amaestrada y nunca osa alzarse más de medio palmo? Después de contemplar el rígido horizonte donde los dos azules, el marino y el celeste, fijan sus límites, uno desvía su vista a estribor y se estremece ante a silueta gris blanquecina del cabo de Santa Pola que, como una Moby Dick gigantesca parece querer devorar a la pequeña chalupa pétrea de la isla de Tabarca, antiguo refugio de piratas que asolaban las costas de la Condomina y ahora está habitada por gentes de apellidos ligures, antiguos esclavos italianos liberados en el Siglo XVIII por su majestad don Carlos III. A babor del amplio panorama nos encontramos con el Cabo de la Huerta, límite de unas tierras de labrantío plagadas de torres de defensa contra piratas, sede del Santuario de la Santísima Faz, meta de peregrinos, a la que Juan Sebastián de Elcano tenía especial devoción, y regada por las aguas del Pantano de Tibi, obra de don Felipe II y vetusto pantano de piedra de sillería, que ha aguantado toda clase de embestidas y temblores a lo largo de la historia.

Uno desciende después a la Playa del Postiguet y su Paseo de Gomiz, el viejo alcalde que ensanchó la ciudad librándola del corsé de sus murallas ya obsoletas. Atraviesa la Plaza del Ayuntamiento, presidida por el imponente Palacio Casa Consistorial de estilo barroco valenciano, que vale la pena visitar, y tuerce a la izquierda, entrando en la plaza de la Puerta del Mar, antiguo acceso al puerto. Se encarama al paseo elevado de la escollera, guardado por palmeras metálicas, pasa junto al lugar de donde partió el heroico vapor Stanbrook, con los últimos 3.000 refugiados republicanos, y dedica un breve recuerdo de gratitud a su capitán Archibald Dickson, que, para mí, forma con Quijano, la más fantástica pareja de héroes que ha tenido esta ciudad. Y al final del paseo se da media vuelta y se asombra con el fantástico panorama de la ciudad recostada sensualmente en el regazo de la roca blanca, enhiesta, y con rostro humano, que es el monte Benacantil. Y sobre la “Cara del Moro”, a modo de airoso sombrero, el Castillo de Santa Bárbara, con sus torres medievales y sus baluartes artilleros del siglo XVIII, a 160 metros de altura. Abajo, Alicante, la ciudad antaño blanca y marinera, ahora plagada de orgullosas torres de cemento y cristal, se despereza al sol bajo el clima con el que le obsequiaron los dioses; que ya un romano quedó prendado de su luz cristalina y decidió llamarla Lucentum, el pueblo luminoso. Que de ahí viene nuestro nombre. Lucentum o Lucentia quedó en Lukant en los ásperos labios godos, y fue adornada con el artículo Al por los refinados árabes, quedando como Alucant, o Medinalacant. De ahí Alacant, que un castellano gobernante corrigió y tradujo a la lengua del Imperio como Alicante. Y en esas estamos.

Y las palmeras sombreando los jardines, y los gigantescos Ficus, como dinosaurios vegetales, convirtiendo en selva algunos rincones del Parque de Canalejas, la Plaza de Gabriel Miró, la Estación de Madrid. Y las terrazas callejeras donde los alicantinos y alicantinas se horchatean, o se cervecean, o se vermutean, ajenos a su memoria colectiva que jamás debieron perder. Porque, para recordar y recuperar la memoria y la personalidad del milenario Alicante, Alacant, Lucentia, no hay más que recorrer sus calles y, como quien abre las hojas de un libro, preguntarse: ¿Qué pasó aquí? Y la historia, como un torrente que se desborda con el deshielo, nos traerá caballeros con cota de malla, marinos temerarios, liberales insurrectos, heroicos luchadores contra las epidemias, escritores fecundos, poetas mártires, pescadores esforzados, labradores tenaces, mujeres heroicas, piratas sarracenos, centuriones, predicadores, frailes milagreros, gentes de fuera que vinieron a morir aquí por amor, republicanos vencidos reclamando democracia, madres que escondían a sus hijos bajo tierra para que las bombas no los alcanzaran, invasores crueles… y buena gente, muy buena gente; que entre todos han escrito nuestra historia, como si Alicante fuera un libro y sus calles las páginas llenas de dolor y gloria, de dicha y de trabajo. Un libro que os propongo leamos juntos, a la sombra del Benecantil.

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