CUANDO ALICANTE AÚN NO SE LLAMABA LUCENTUM.
Cuando un pueblo no sabe escribir no
nos puede contar su historia, que hay que deducir de los restos arqueológicos.
Cuando ni siquiera hay un pueblo que deje restos de su civilización, es la
Paleontología la que se ha de ocupar de averiguar lo que pasó. La roca del
Benacantil tiene un perfil que recuerda un rostro humano, por eso los
alicantinos la llamamos “La Cara del Moro”, pero uno haría bien en reflexionar
que esa roca debe llevar ahí, con su apariencia, desde hace millones de años,
cuando en el planeta Tierra no habían Homo Sapiens, y por lo tanto, no habían
“caras”. Así pues, nuestra cara emblemática es anterior al concepto “cara”. Lo
que nos demuestra que estamos aquí hace cuatro días.
Pero a escala humana nuestro paisaje
lleva aquí mucho tiempo, sin embargo. Borremos con una goma mágica las
carreteras, los sembrados, los edificios, las fortalezas de ambos montes, el
puerto y, en una palabra, todo aquello que es obra del ser humano, y tendremos
el paisaje primigenio, ancestral. Sería algo más verde, con abundancia de
bosques de coníferas, praderas y montañas nevadas, puesto que estamos en la
pasada Era Glacial. Hacía frio. Y de vez en cuando se veía cruzar las llanuras
a grupos de personas de aspecto muy rudo. Tenían muy prominentes los arcos
superciliares y huidiza la barbilla. Eran peludos, tanto los machos como las
hembras. Anchas espaldas y miembros fuertes como rocas. Iban cubiertos de
pieles y se valían de armas y utensilios de piedra, hueso y madera. Hoy los
llamamos Neandertales, pero ellos no lo sabían.
Pasó el tiempo, siglos antes de que el tiempo se contara por siglos,
subió la temperatura y vinieron por aquí otras personas más estilizadas.
Hablaban mucho entre ellas. Iban en grupos mucho más numerosos. Poseían ganado
y perros. Y en ocasiones, cuando les gustaba un sitio, se quedaban una
temporada y cultivaban sus alimentos. Aprendieron a pescar y se aventuraban en
la mar tranquila que siempre ha sido la nuestra, en rudimentarias canoas o
balsas, desde las que capturaban peces para alimentar a las familias de
horticultores, con las que permutaban alimentos del mar y la tierra.
Sobre la amable colina floreció una
aldea, que se amuralló para protegerse de otros grupos que pudieran ambicionar
aquella generosa tierra y el embarcadero que se había montado en una pequeña
albufera donde desembocaba un riachuelo o rambla ocasional.
Y pasó el tiempo, y los aldeanos se
organizaron, nombraron jefes y fijaron normas, elevaron modestos templos a sus
supuestos dioses protectores y vivieron más o menos felices. Lentamente fueron
recibiendo influencias de marinos y comerciantes de otras tierras y, sin darse
cuenta, fueron formando parte de un extenso pueblo que hoy llamamos Ibero,
nombre que le dieron los extranjeros a los habitantes de la Península Ibérica,
que a su vez debe su nombre al río Ebro.
Por aquí vinieron fenicios y griegos
a comerciar y a traer cultura. Y nuestros iberos empezaron a aprender a leer y
escribir. Pero otros pueblos más organizados y poderosos ya se disputaban el
terreno. Eran los romanos y los cartagineses que libraban las que conocemos
como Guerras Púnicas. Al fin ganaron los romanos, y nuestros iberos locales,
que no habían tenido arte ni parte en la contienda, se vieron conquistados por
cartagineses, primero, y al final por los triunfantes romanos, dueños a partir
de entonces del Mare Nostrum y de Iberia. Les enseñaron a leer y escribir en
latín, y con ello les forzaron a hablar en la lengua de una comarca del otro
lado del mar llamada Lacio; y convirtieron la aldea ancestral, de la que
ignoramos su nombre, en una Roma en miniatura, con su foro, sus termas, su
ágora, sus señores y sus esclavos. Fue entonces cuando un mandamás romano
decidió ponerle nombre a la ciudad, vio el cielo despejado, azul y luminoso,
que se reflejaba en un mar como un espejo y bautizó el lugar como Lucentum, la
ciudad de la luz, y ahí empezó nuestra historia.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
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