martes, 3 de mayo de 2016

MI DOS DE MAYO.


El tema de ayer en la Tertulia era "2 de Mayo" y a mi me sugirió el siguiente relato. Y es que cada vez que oigo esas palabras me viene a la memoria la estampa de mi abuela cantando esa canción que yo aprendí de pequeño antes de saber sus connotaciones históricas.
Ahí va:

DOS DE MAYO…
“Dos de mayo, dos de mayo,
dos de mayo, Primavera,
cuando todos los soldados
se marchaban a la guerra…”
Recuerdo a mi abuela Concha tendiendo la ropa en la galería del patio, mientras cantaba viejas canciones y yo jugaba con una espada de madera, hecha con dos palos y un clavo de la carpintería del vecino, señor Jacinto.
Ella iba siempre de negro, por sus lutos, con el eterno moño, también negro, sin una sola cana, y un rostro arrugado y anguloso, lleno de bondad. Pasaba de los 80 años.
La yaya Concha había tenido una niñez de princesa. Su madre murió de pulmonía cuando ella era pequeñita, y su padre, mi bisabuelo Bonifacio, que era capitán de un velero que navegaba por las costas africanas y caribeñas, tardó varios meses en enterarse. A la niña Concha la criaron el “papá” Perín y la “mamá” Martina, un matrimonio riquísimo y sin hijos que se esforzó en hacerla feliz y darle una educación exquisita. Tenía un profesor particular de piano y otro que iba a casa a darle lecciones de Historia, Geografía, Matemáticas, Gramática y demás. Le compraron una pequeña tartana, tirada por un poni que llevaba del ronzal un criado negro por toda Torrevieja; y sin embargo, ella siempre fue modesta y tímida, con esa alegría un tanto reservada de las personas demasiado buenas. El señor Perín se murió después de una larga y terrible enfermedad provocada por su afición desmedida a fumar tagarninas, y sus negocios se hundieron. Y Concha se casó con un hijo del Coronel Jefe de carabineros de la zona. Arturo, mi abuelo, nunca pudo terminar su carrera militar, por su carácter irónico y rebelde, que lo soliviantó con su autoritario padre; y arrastró sus enfermedades y su posterior cojera por oficinas y despachos, como administrativo o funcionario cesante, en cuyos menesteres el matrimonio pasó muchas calamidades arrostradas por Concha con su proverbial buen carácter y falta total de pretensiones. Pasó del lujo a la miseria con la naturalidad con la que un pájaro se cambia de rama en el árbol de la vida.
Y cuando el Coronel, que tenía un genio de perros, se enfadaba y se encerraba en su despacho, dando patadas a los muebles, toda la familia iba a buscarla para que lo apaciguara; y el militar, que podía fulminar de un grito a un regimiento de carabineros, se amansaba ante Concha, con la que nadie en este mundo podía jamás enfadarse.
La yaya nunca fue al cine pues, una vez que sus hermanos la invitaron, vio al entrar un rostro gigantesco de Rodolfo Valentino en la pantalla, y ella huyó despavorida y nunca más volvió a una sala cinematográfica; ni cuando vinieron el sonoro y el color.
Me contaba unos cuentos maravillosos. Recuerdo el de “Perico Zorrocloquico”, que era la historia de un niño amparado por los frailes de un convento, que desayunaba pan y vino con el Cristo de la iglesia. Muchos años después vi una película en la que se mostraba este mismo relato, aunque su título, ahora, era “Marcelino Pan y Vino”.
Un día yo, que era un crío mimado, agarré una pataleta y, sin querer, le di un puntapié a la yaya Concha, que trataba de calmarme con buenas palabras, como al Coronel. Le dañé las varices de la pantorrilla, que llevó vendada una buena temporada. Jamás me reprochó ni me recordó la agresión, que aún hoy me duele. Esa es una de mis culpabilidades más profundas. “Perdóname, yaya, perdóname”, nunca le dije.
No molestó a nadie, siquiera para morirse. Una noche la oímos gritar: “¡Magdalena!”, llamando a su hija, pero cuando mi madre entró en su habitación, ya se nos había ido para siempre. Tenía el corazón demasiado grande y demasiado gastado.
Cantaba viejas canciones mientras cocinaba arroz con bacalao o tendía la ropa; sobre todo habaneras, traídas por su padre, el patrón Bonifacio, desde el Caribe.

“Ya viene el negro vendiendo flores…”                       
                                                                             Miguel Ángel Pérez Oca.

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