El tema de ayer en la Tertulia era "2 de Mayo" y a mi me sugirió el siguiente relato. Y es que cada vez que oigo esas palabras me viene a la memoria la estampa de mi abuela cantando esa canción que yo aprendí de pequeño antes de saber sus connotaciones históricas.
Ahí va:
DOS DE MAYO…
“Dos
de mayo, dos de mayo,
dos
de mayo, Primavera,
cuando
todos los soldados
se
marchaban a la guerra…”
Recuerdo a mi
abuela Concha tendiendo la ropa en la galería del patio, mientras cantaba
viejas canciones y yo jugaba con una espada de madera, hecha con dos palos y un
clavo de la carpintería del vecino, señor Jacinto.
Ella iba
siempre de negro, por sus lutos, con el eterno moño, también negro, sin una
sola cana, y un rostro arrugado y anguloso, lleno de bondad. Pasaba de los 80
años.
La yaya Concha
había tenido una niñez de princesa. Su madre murió de pulmonía cuando ella era
pequeñita, y su padre, mi bisabuelo Bonifacio, que era capitán de un velero que
navegaba por las costas africanas y caribeñas, tardó varios meses en enterarse.
A la niña Concha la criaron el “papá” Perín y la “mamá” Martina, un matrimonio
riquísimo y sin hijos que se esforzó en hacerla feliz y darle una educación
exquisita. Tenía un profesor particular de piano y otro que iba a casa a darle lecciones
de Historia, Geografía, Matemáticas, Gramática y demás. Le compraron una
pequeña tartana, tirada por un poni que llevaba del ronzal un criado negro por
toda Torrevieja; y sin embargo, ella siempre fue modesta y tímida, con esa
alegría un tanto reservada de las personas demasiado buenas. El señor Perín se
murió después de una larga y terrible enfermedad provocada por su afición
desmedida a fumar tagarninas, y sus negocios se hundieron. Y Concha se casó con
un hijo del Coronel Jefe de carabineros de la zona. Arturo, mi abuelo, nunca
pudo terminar su carrera militar, por su carácter irónico y rebelde, que lo
soliviantó con su autoritario padre; y arrastró sus enfermedades y su posterior
cojera por oficinas y despachos, como administrativo o funcionario cesante, en
cuyos menesteres el matrimonio pasó muchas calamidades arrostradas por Concha
con su proverbial buen carácter y falta total de pretensiones. Pasó del lujo a
la miseria con la naturalidad con la que un pájaro se cambia de rama en el
árbol de la vida.
Y cuando el
Coronel, que tenía un genio de perros, se enfadaba y se encerraba en su
despacho, dando patadas a los muebles, toda la familia iba a buscarla para que lo
apaciguara; y el militar, que podía fulminar de un grito a un regimiento de
carabineros, se amansaba ante Concha, con la que nadie en este mundo podía
jamás enfadarse.
La yaya nunca
fue al cine pues, una vez que sus hermanos la invitaron, vio al entrar un
rostro gigantesco de Rodolfo Valentino en la pantalla, y ella huyó despavorida
y nunca más volvió a una sala cinematográfica; ni cuando vinieron el sonoro y
el color.
Me contaba unos
cuentos maravillosos. Recuerdo el de “Perico Zorrocloquico”, que era la
historia de un niño amparado por los frailes de un convento, que desayunaba pan
y vino con el Cristo de la iglesia. Muchos años después vi una película en la
que se mostraba este mismo relato, aunque su título, ahora, era “Marcelino Pan
y Vino”.
Un día yo, que
era un crío mimado, agarré una pataleta y, sin querer, le di un puntapié a la
yaya Concha, que trataba de calmarme con buenas palabras, como al Coronel. Le
dañé las varices de la pantorrilla, que llevó vendada una buena temporada. Jamás
me reprochó ni me recordó la agresión, que aún hoy me duele. Esa es una de mis
culpabilidades más profundas. “Perdóname, yaya, perdóname”, nunca le dije.
No molestó a
nadie, siquiera para morirse. Una noche la oímos gritar: “¡Magdalena!”,
llamando a su hija, pero cuando mi madre entró en su habitación, ya se nos había
ido para siempre. Tenía el corazón demasiado grande y demasiado gastado.
Cantaba viejas
canciones mientras cocinaba arroz con bacalao o tendía la ropa; sobre todo
habaneras, traídas por su padre, el patrón Bonifacio, desde el Caribe.
“Ya
viene el negro vendiendo flores…”
Miguel Ángel Pérez Oca.
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