El tema de la Tertulia de ayer era "Escándalo" y mi participación fue la que os adjunto:
A mí, particularmente, el escándalo que armaban los chacales en los páramos de Ifni me resultaba hermoso. Lo que me producía verdadero escándalo eran los manejos del sargento de cocina.
Ahí os lo dejo:
EL SÚBITO SILENCIO DE LOS CHACALES.
Era
muy tarde y yo caminaba solo y a oscuras, por la senda de grava, entre las
cintas amarillas, que delimitaban los campos de minas, y las alambradas. Venía
de la cantina, absorto en mis pensamientos y, en esa noche cuajada de
estrellas, el lastimero escándalo de aullidos de los chacales me hacía la
habitual compañía a esas horas de retirada. Mi guarida estaba en la cota de
Xarafa, en una litera junto a las troneras de un bunker de ametralladoras. Mis
compañeros de cuarto debían estar durmiendo ya, reponiendo fuerzas para encontrarse
despabilados al día siguiente, en que tendrían que caminar bajo el fiero sol hasta
el nuevo tramo de carretera que estaban abriendo a base de pico y pala. Yo
tenía más suerte, porque, como escribiente que era, no debería levantarme hasta
las nueve, a la hora en la que el teniente me ordenaría que le llevase los
papeles para firmar: Un simulacro de menú que diría que teníamos para comer
arroz con calamares y, al lado, el cálculo de calorías elaborado por el
servicio sanitario; y las listas de turnos de guardia y servicios, permisos,
bajas por enfermedad y poco más. El caso es que comeríamos arroz, frio y pasado
después de media hora de camino traqueteante a bordo del viejo camión de la
cocina; pero si queríamos calamares para obtener las calorías necesarias,
tendríamos que acudir a la cantina y pagarnos una tapa de chocos a la romana.
Ese era el negocio del sargento de cocina, un gordo corrupto y malcarado de
aspecto porcino, que nos robaba la comida con el consentimiento de los
oficiales sobornados. Así era el glorioso ejército franquista de los años 60 en
África.
Pero
aquella vida también tenía buenos ratos. En la cantina, todas las noches, me
reunía con Ricardo y Quique, el médico de la posición y el cabo de
transmisiones, que podían permitirse, como yo, trasnochar y dedicar unas horas
a la conversación. Aquella noche, a Ricardo le dio por “hablar de Dios” y citó
a Krishnamurti, un maestro hindú que postulaba la negación del Ego como vía a
la felicidad. Quique le contestaba que aquel indio no hacía más que repetir las
doctrinas del Budismo Zen, tan antiguas como la civilización japonesa. Y yo
escuchaba maravillado, mientras pensaba que nunca podría admitir la idea de que
el Yo es solo una palabra vacía, una ilusión de la nada.
Así
que, después de apurar la última cerveza, me había despedido de mis compañeros,
que pernoctaban en el Puesto de Mando contiguo a la cantina, y me dirigí a mi
dormitorio de cemento, a poco más de un kilómetro de distancia, en primera
línea de frontera entre alambradas y campos de minas. Iba pensando en las
palabras de Quique y Ricardo, que yo entendía meramente teóricas, pues no había
visto en sus comportamientos ningún atisbo de esa increíble felicidad espiritual
que anunciaban.
De
pronto, un silencio total me sacó de mis pensamientos. Solo se escuchaba el pisar
de mis botas sobre los guijarros. El escándalo de los chacales había enmudecido,
a la vez que una extraña luz amarilla empezaba a dibujarse en el horizonte del
Este; una luz que muy pronto se concretó en el disco casi perfecto de una Luna
llena algo tardía, que bañó con un brillo irreal las tabaibas espinosas, las
chumberas y las piquetas que sostenían las alambradas. Se hizo casi de día, en
unos tonos pálidos y misteriosos…
-No
existo – probé a decirme, quizá influido por el ambiente -. El Yo es solo una palabra…
– y di un paso mental al frente. Asumí, todavía temeroso, las razones de mis amigos.
Me atreví a aceptar mi propia inexistencia, como la de una ola ilusoria cuyas
aguas no se desplazan horizontalmente, sino que se alzan y bajan de forma alternativa.
Y al no ser
Nada, fui Todo. Mis límites ya no estaban en mi piel sino más allá de las
estrellas. Yo no era yo, sino todo el Universo, y mi voluntad, las leyes inexorables
de la Física que niegan el mito del libre albedrío. Todo ocurría como tenía inevitablemente
que ocurrir, como está determinado desde el lejano Big-Bang.
Entonces,
los chacales volvieron a entonar su cotidiano escándalo aullador.
Y
aquel momento cambió mi vida para siempre.
MAPérezOca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario