sábado, 6 de agosto de 2022

EL PATRIARCA.


 LA FAMILIA DEL PATRIARCA.

La mansión dominaba el valle abancalado hasta la cima de sus colinas. Viñedos y árboles frutales sufrían los envites del viento y la lluvia en aquella noche tormentosa, aunque los ocupantes de la estancia no se preocupaban demasiado por ello. Allí estaba reunida toda la familia. A la cabecera de la mesa, con el anguloso rostro iluminado en ocasiones por los relámpagos, el patriarca, don Zósimo de Arrarte y Moa, se atusaba los blanquísimos y enormes bigotes, mientras daba cuenta del café, a las postrimerías de una opípara cena. Frente a él, sus hijos y respectivas esposas aguardaban sus palabras: El mayor, su duplicado exacto, tanto en el nombre como en sus bigotes hirsutos, aunque todavía oscuros. A su lado, su esposa Tirsa, de mirada altiva. El segundo de los hijos, Pancracio, que de llevar mostacho hubiera resultado una segunda copia del padre. Su esposa, Lilí, pizpireta y gentil. El tercer hijo, Paco, pelirrojo y fornido, junto a su mujer, Pepa, grande y fuerte como él y de aspecto más bien simple. Y al fondo de la mesa, el menor, con hábito de fraile teatino y un gesto pío y solemne bajo el cráneo tonsurado.

-Y así, sintiéndome ya cerca de la muerte, he decidido hacer testamento y legar mis bienes a mis herederos, con el siguiente reparto – decía el viejo -: A mi primogénito, Zósimo, dejaré la responsabilidad de mantener productiva esta finca solariega de los Arrarte y sus campos que abarcan todo el valle. A Pancracio le dejaré las casas de Madrid y Zaragoza, cuyas rentas le darán para vivir holgadamente. Legaré a Francisco el astillero de Cartagena, que ya en la actualidad dirige con diligencia. Y a mi santo hijo Amador, todos los valores, acciones y rentas bancarias que según me tiene dicho cederá a su orden, pues el voto de pobreza le impide disfrutarlas personalmente…

Todos inclinaron la cabeza y se besaron unos a otros con cariño antes de marchar a sus aposentos. No hubo ninguna objeción a las sabias decisiones del patriarca, pues aquella era una familia ejemplar, cristianísima y obediente.

Pero, a la madrugada, el fraile despertó a sus hermanos con gritos desgarrados.

-¡Venid a la habitación de padre, que ha ocurrido una desgracia!

Y todos, todavía en ropa de dormir, se apresuraron a entrar en el dormitorio del anciano, al que encontraron tendido sobre el lecho, vestido con su uniforme de Caballero de la Orden de Malta y con las manos cruzadas sobre el vientre.

-Esta noche, el mayordomo lo ha encontrado muerto – decía el religioso, disimulando una mirada maligna – Ya nadie podrá objetar su voluntad; aunque quizá alguno hubiera deseado impugnar las particiones, tras hablarlo con su esposa...

El mayor carraspeó fuertemente, antes de atreverse a hablar en presencia, si bien póstuma, del padre.

-Pues, veréis… Según las leyes y normas seculares de nuestra estirpe, me correspondía a mí el mayorazgo y todos los bienes de la familia. Yo me hubiera ocupado de vosotros, naturalmente, pero la propiedad debería ser mía e indivisible.

-¡Y una mierda! – gritó Paco, fuera de sí –¿Para eso me he roto yo los cuernos en ese astillero? Y, además, ¿por qué las cuentas bancarias para el cura, si es bastardo?

-Anda, como tú, “hermanito” - dijo Lilí, abandonando su habitual simpatía -, que te pareces más al capataz Rigoberto, que en gloria esté, que a tu presunto padre.

-Los dos hijos fraudulentos de papá y mamá no deberían heredar nada – remató Pancracio – Nosotros no tenemos la culpa de que nuestros padres fueran unos viciosos.

Y entonces el Patriarca se alzó de la cama, dándoles a todos un susto de muerte. De pie sobre las sábanas de raso granate, los fue señalando con índice acusador.

-¡Malditos seáis, egoístas despreciables! Ya me lo temía yo: He criado una manada de hienas. Así que... ¡Os desheredo a todos! ¡Fuera de mi vista! ¡Pendejos!

Y antes de morir despilfarró su fortuna en juergas de vino y putas.

Miguel Ángel Pérez Oca.

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