CORREO PARA UNA MUJER GALLEGA
Ay, Deva, que me he enamorado de
Galicia. Ese paisaje brumoso donde la neblina difumina los perfiles de las
cosas y las vuelve irreales, misteriosas y dulces, sin una línea recta del
horizonte que nos recuerde que vivimos en la superficie de una esfera, sin unos
campos yermos que nos digan que la vida puede rendirse bajo el sol y la sed,
tal como en mi tierra rigurosa e intransigente. Todo verde y todo suave. Y la
gente, dulce, suave y firme a la vez, cariñosa, trabajadora, con un punto de
superstición y con la cautela de quien vive cerca del bosque y de las olas
bravas. Celtas de los poblados de granito y paja en los altos de Santa
Trega, con la desembocadura del Miño a los pies en un raro día de sol.
Pontevedra y sus callejas de granito, sus soportales, y una amable y fuerte
gallega que nos prepara un pulpo con pimentón junto a un bar que nos sirve un
vasito de Alvariño y un pan jugoso como no los hay ya por estos lares.
La Coruña con sus galerías blancas frente al mar y María Pita en su
estatua, matando al inglés. Combarro con sus hórreos junto al mar, lejano en
marea baja y amenazador cuando crece por influjo de la luna. Santiago, con el
santo que hay que abrazar, aunque yo lo saludé en voz baja, y le dije:
"Hola, viejo Prisciliano, siempre habrá quien no te olvide, camarada
revolucionario. Tú eres tú y aquel palestino, discípulo de Cristo, que murió en
Tierra Santa, usurpó tu fama, pero no lo consiguió del todo, ¿verdad?" y
el misterio, tan gallego él, continuó presidiendo el magnífico templo románico
enmascarado tras una inoportuna fachada barroca. Qué bella debió ser la
catedral cuando el Pórtico de la Gloria lucía desnudo en su frontispicio de
arcos de medio punto, antes de Trento y sus truculencias y
recargamientos. No he visto panorama más impresionante que el que se
divisa desde la Torre de Hércules, al son de una gaita tocada con maestría por
un celta que no era precisamente gallego, sino irlandés (cosas de la vida y de
la globalización), ni escultura más inquietante que la del "Cuerpo
Danone" al comienzo del camino que conduce al faro eterno. Y Baiona, con
su réplica de la Pinta y sus mariscadoras de brazos hercúleos, estampa viva de
la fuerza de las mujeres gallegas. La guía nos hablaba de las féminas de estas
tierras, de su energía, de su férrea voluntad y de su dulzura. Recordó los
gigantescos restos de una mujer celta de más de dos metros de altura,
encontrada en unas excavaciones de la catedral de Santiago, de María Pita, de
la Bella Otero, de doña Emilia Pardo Bazán, y de la inigualable Rosalía de
Castro:
"Adiós, ríos, adiós, fontes;
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos;
Non sei cando nos veremos..."
Es la morriña, la nostalgia, tan gallega ella, hecha poesía, y sobre todo la
galleguidad, auténtica y retunda. Ah, Rosalía, cómo del dolor puede surgir
tanta belleza. Si además es cantada por Amancio Prada, uno se puede morir de
dulce tristeza.
Y el paladar también participa con la poesía gastronómica de un plato de percebes,
o de berberechos, o de gambas tiernas y jugosas como la niebla, o de mejillones
al vapor degustados en plena ría de Arousa, a bordo de una barca del Grove. Las
gaviotas, tan listas como el hambre, se acercan y planean sobre nosotros y
capturan las mollas de mejillón de la punta de nuestros dedos. Después, ahítos
de marisco y alvariño, bailamos una muñeira en una de las mejores tardes de mi
vida, acompañados de los gritos exigentes de las gaviotas, entre bateas y
risas. Qué momentos tan magníficos.
Por vivir unos días en Galicia y entrar en su espíritu, vale la pena aguantar
un viaje de 14 horas en autobús y acabar con los pies hinchados como botas.
"Adiós groria, adiós contento.
Deixo a casa onde nacín,
deixo a aldea que conozco
por un mundo que non vin.
Deixo amigos por extraños,
deixo a veiga polo mar,
deixo, en fin, canto ben quero...
¡Quen pudera non deixar!"
Tienes suerte, mucha suerte, de ser gallega, y mujer, y sabia...
Besiños.
Migueliño el
antípoda.
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