Fotografía de Antonio Soler.
Si
me preguntáis cuál es el mejor recuerdo de mi vida, os describiré una estancia
con paredes de madera, suelo de cerámica y una chimenea de piedra donde arden
unos troncos; a la derecha, unos amplios ventanales muestran un paisaje tormentoso,
con el mar embravecido que embiste tozudo contra unos vertiginosos acantilados,
bajo un cielo plomizo, casi negro a pesar de que es tarde temprana, que se
ilumina y se platea con relámpagos
intermitentes de una tempestad en retirada que se aleja hacia el horizonte; de
lo alto viene un rumor impreciso, como el ronroneo de un gato gigantesco,
mientras una lluvia terca y torrencial azota de vez en cuando los cristales; en
el suelo hay una alfombra blanca y mullida sobre la que descansan dos cuerpos desnudos.
Ella tiene unos treinta y cinco años y el cuerpo más fascinante que podáis
imaginar; su rostro es hermoso y sereno, con unos ojos azules de mirada sabia,
enmarcado por una larga melena con rizos de color oro viejo. La otra persona
soy yo, hace muchos años, apenas un hombre joven, casi un muchacho, que observa
a la mujer con arrobo e incredulidad. Ella habla relajada y convincente de
temas sorprendentes y profundos; yo la escucho y afirmo con la cabeza; y apenas
me permito interrumpirla. Hablamos y disfrutamos de la calma después de haber
estado tres horas haciendo el amor como dos animales salvajes, enajenados por
la tormenta que se cernía sobre nosotros.
Habíamos
comido en un restaurante cercano, en lo alto de los cantiles, y ella me señaló
la casita, casi oculta entre los pinos, bajo unas nubes que presagiaban
tormenta.
-Mira,
aquel es mi refugio – me dijo -. Desde allí se ve un paisaje maravilloso.
En
eso, un relámpago cegador nos sobresaltó, acompañado de un trueno tan poderoso
que me pareció un desgarro cósmico por el que las aguas celestes comenzaron a
caer en tromba, al otro lado de los cristales. Llamé al camarero para pedirle
la cuenta, pero me dijo que ya había sido abonada por la señora.
-En
los viajes de trabajo, paga siempre el jefe – afirmó ella, mientras se
levantaba y sacaba del bolso las llaves de su todo terreno.
La
seguí como un corderito y accedí al coche que, afortunadamente, esperaba
aparcado bajo la marquesina a resguardo del diluvio.
Condujo
con maestría por entre los árboles y los fulgores del chubasco hasta detenerse
en la pequeña explanada, delante de su cabaña. Los tres pasos que había entre
el coche y la puerta fueron suficientes para que al entrar ya estuviéramos
empapados.
-Dale
a ese botón – me dijo mientras se dirigía a la chimenea y encendía la leña.
Al
apretar el resorte, se levantó una gruesa persiana metálica, dejando a la vista
el dramático panorama: Los rayos caían sobre las olas embravecidas, los
acantilados brillaban cual si fueran de cristal de roca, el vendaval golpeaba
el vidrio y lo rociaba de gotas que después describían caminitos de agua casi
horizontales. Cuando me giré hacia ella, estaba desnuda y había extendido su
vestido rojo cereza ante la chimenea.
-Vas
todo mojado. Quítate la ropa y ponla a secar – me ordenó.
Siempre
he tenido dificultades para recordar con detalle los momentos demasiado
intensos. Solo os diré que los relámpagos, los gemidos de placer, los orgasmos
y los truenos se sucedieron sobre la alfombra en una vorágine enloquecida.
Cuando
los cuerpos se rindieron y la tormenta inició su decadencia, nos quedamos un
rato mirándonos intensamente al fondo de los ojos, ella con un gesto de sabia
placidez en su hermosísimo semblante, yo, seguramente, con una mueca de
incredulidad o de tímido, contenido y agradecido triunfo.
-¿Has
leído algún libro de Alan Watts? – me preguntó, y empezó a hablarme de la
filosofía Zen, mientras llenaba dos vasos de Oporto en el cercano mueble bar.
Y
entonces, ya con todas las ansias colmadas y todos los placeres satisfechos,
nos entregamos a la conversación, y fue lo mejor de la tarde. Miguel Ángel Pérez Oca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario