LA CALLE
Yo
vivo en la calle. Duermo en el zaguán de un banco, junto a los cajeros
automáticos, enrollado en la misma manta sobre la que, ahora, pongo a la venta
mis DVD falsificados. A veces, mis
pesadillas me devuelven a la patera, a la tempestad durante la cual cayeron al
agua y se ahogaron algunos de mis compañeros, a las rocas que rasgaron mi piel,
a los cañaverales donde me escondí mientras las linternas de la Guardia Civil
seguían el rastro de mi sangre. Otras veces sueño con mi pasado esplendoroso, con
mis estudios de Filología Hispánica en Cambridge, con el lujo de mi casa en
Senegal, con la cálida presencia de mi esposa y las niñas. Pero estos sueños
también acaban en pesadilla, en el terror de la huída y la clandestinidad
cuando mi padre cayó en desgracia y tuve que esconderme con mis abuelos y otros
miembros de mi clan en las espesuras de la selva de Gambia. Las amenazas de
nuestros enemigos, la miseria y el
hambre de los míos me empujaron a la patera y a los abusos de la mafia de los
emigrantes. Y ahora puedo mandar un giro a casa de vez en cuando, mientras economizo
todo lo que puedo, comiendo de los contenedores y durmiendo en los cajeros.
Vivo en la calle, “en la puta calle”, como dicen los blancos pobres de aquí.
Vivo
en la calle, como muchos otros de mis hermanos. Y me paso la vida huyendo de
los policías que si me pillan me requisan la mercancía y me amenazan con
deportarme a mi tierra. Mi tierra. Allí duraría bien poco. Allí descansa mi
padre fusilado, al que no tardaría en hacer compañía. Aquí sobrevivo y ayudo a
mi familia, mientras espero mejores tiempos. Aquí soy un negro que vende discos
falsificados y vive en la calle, nada más.
Dicen
que la frase “me voy a la calle” solo tiene sentido para los meridionales, para
la gente que vive a orillas del Mediterráneo, o más al sur todavía. La calle
para los anglosajones y nórdicos es solo un medio para trasladarse a las casas
de los amigos, o a los comercios y espectáculos. Ellos solo salen a la calle
para ir a algún sitio. Los meridionales, en cambio, hacen de la calle su ágora,
su lugar de encuentro y de conversación. A mí antes me gustaba la calle, disfrutaba
de las angostas medinas de mi tierra musulmana, donde la sombra de los muros
alberga a menudo animadas charlas con amigos y parientes; aunque ahora la sufro
con toda su crudeza y la habito como una rata de alcantarilla, como un
animalito en su pringosa jungla de cemento. Estas calles europeas, anchas,
rectas, sucias y frías me agobian con sus geometrías implacables, con los
reflejos de sus paredes de vidrio, con el estruendo de sus automóviles, con la
prisa neurótica de sus peatones ensimismados. Cuando regrese, si algún día
regreso y recupero lo que era mío, me compraré una casa muy grande, con un
patio lleno de flores olorosas que perfumen mis noches, con habitaciones que se
abran alrededor del jardín, desde las que se pueda escuchar los sonidos
misteriosos de la selva, el rugido lejano de las fieras, la risa y los aullidos
de hienas y chacales, el canto de las aves nocturnas, bajo la luz de la Luna
que aquí apenas veo en un cielo sucio y brumoso entre bloques de cemento y
cristal. Cuando regrese y recupere a mi esposa y a mis hijas, habitaremos felices
de nuevo en ese hogar grande, hermoso y aislado de una calle a donde nunca más volveré.
Viviré para siempre en mis salones frescos, abiertos al patio, a la sombra de
mis árboles, junto a mi estanque, y lejos, muy lejos de la calle. Y no saldré
jamás de casa, nunca volveré a pisar la calle. Odio la calle.
Un
compañero, desde la esquina, ha silbado. “Se acerca la pasma”, me está diciendo
en nuestro lenguaje secreto de los proscritos. Recojo la manta y salgo
corriendo calle arriba, no vayan a detenerme o a requisarme la mercancía.
Maldita calle.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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