UNA FIESTA EN CASA DE LA MUJER BARBUDA.
Cuando
me presenté en la Comisaría de Policía de Boston, acompañado del abogado Smith,
el Jefe Braun emitió un suspiro de alivio. Se notaba que se alegraba mucho de
que fuéramos a solucionarle un problema muy peliagudo.
-Miren
- nos dijo mostrándonos la amplia y única celda en el sótano -. Ahí está, con
su barba y sus tetas. Menudo problema me ha traído este ser monstruoso. No
podíamos enviarla al penal de Boston, porque es una mujer y los hombres allí
son peligrosos hasta para los jovencitos, pero en la cárcel de mujeres no había
manera de internarla sin provocar una revolución, con esas barbas…
Al
otro lado de las rejas, una persona cuyo rostro estaba cubierto por unas
inmensas barbas negras como el azabache, estuvo estudiando mi rostro, intentando
identificarme.
-¿Es
usted Ismael, el que se metió marino y marchó en el Pequod?
-El
mismo - le dije y añadí - La señora… “como se llame” me lo ha contado todo y me
ha faltado tiempo para venir a pagar su libertad.
Ella
se acercó a la reja y, tomando mi mano entre las suyas, me la besó, agradecida.
-Sea
en recuerdo de cuatro noches inolvidables - pronuncié en un susurro que debía
quedar entre nosotros.
Cuando
regresamos a la vieja casa que había sido residencia del reverendo Armstrong y
ahora era un local de lenocinio regentado por la “madame”… ¿Colette?, hubo
grandes demostraciones de júbilo entre las tres chicas y su jefa. La Mujer
Barbuda se dirigió a sus amigas y les dijo:
-Ismael
ha pagado mi fianza y gracias a él soy libre. Creo que le debo una disculpa.
Durante años ha vivido atormentado por la incertidumbre acerca de cuál de
vosotras fue su amante en los días que vivió en esta casa. Ahora que ya sabe
que fui yo, como dueña de este prostíbulo quiero que haga realidad todas sus
sospechas. Ofrezcámosle una orgía de lujo con las cinco, que lo resarza de
tanta zozobra.
No
os contaré con detalle lo que ocurrió esa noche sobre la cama redonda de aquel
establecimiento abierto solo para mí. Solo os diré que, recuperando el vigor
que un día perdí ante el cachalote blanco llamado Moby Dick, les di
satisfacción a todas, aunque nada superó a lo disfrutado en aquellas lejanas noches,
pues la que mejor me sirvió, con creces y por encima de las otras, fue sin duda
la Mujer Barbuda.
Traté
de no pensar en sus pilosidades faciales y sí en los otros encantos y
habilidades de los que su cuerpo elástico y suave era rico. Y ¿qué queréis que
os diga? Me lié la manta a la cabeza y de madrugada, mientras la señora y sus
pupilas dormían el sueño de las justas, la Mujer Barbuda, envuelta en un poncho
con el que ocultaba su condición, me condujo a la cuadra de atrás de la casa.
Cogimos los dos mejores caballos y nos fuimos al Lejano Oeste. Nunca le pedí
que se afeitara la barba.
Miguel Ángel Pérez Oca
(500 palabras)
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