AHAB Y EL MONSTRUO.
Cuando el Agamenón
se acercó a aquella isla que ni siquiera figuraba en los mapas, nuestro capitán
nos ordenó ir a la costa para hacer aguada. En un extremo del atolón circular
había un viejo volcán apagado, cubierto de maleza, donde sin duda
encontraríamos alguna fuente para proveernos. Pero el viejo marino que iba al
timón de la chalupa se mostraba temeroso.
-Yo
he estado antes en estos mares y los nativos de las islas vecinas dicen que
aquí vive un hombre blanco, amigo del diablo, que convive con un monstruo
marino.
Mientras
mis compañeros, asustados por el viejo, se apresuraban a llenar los barriles de
agua, yo me fui a explorar.
-Si
no vuelves a la hora de irnos, te dejaremos aquí - me advirtieron. Pero yo no
les hice caso. En el fondo me apetecía quedarme en aquel lugar paradisiaco.
Después
de andar por la selva al pie del volcán, vi una rudimentaria cabaña, de la que
surgió un individuo que me resultaba familiar. Me acerqué sigilosamente y vi
que andaba con una pierna artificial hecha de… ¡un diente de cachalote! ¡Era el
capitán Ahab, del Pequod!
El
hombre arrastraba sobre la arena una especie de gran banasta hecha con hojas de
palma, colmada de pescados frescos, y se dirigía a un cercano acantilado. Yo lo
seguí sin ser visto.
Cuando
Ahab estuvo sobre la roca, con la banasta a sus pies, las aguas se agitaron y
una sombra blanca surgió del fondo de la laguna del atolón. La enorme cabeza de
Moby-Dick salió a la superficie y Ahab vació el contenido de la cesta en sus
fauces abiertas.
-¡Capitán
Ahab! - grité sin poderme contener.
-Ismael,
muchacho… ¿tú también sobreviviste al naufragio del Pequod? ¿Por qué has
tardado tantos años en llegar aquí?
Esa
noche, en la cabaña, el capitán me contó su rara historia.
-Pasé
varios días encaramado a unas tablas del hundido Pequod. La ballena me
acechaba, gravemente herida por mi certero arpón, cuando una ola gigantesca nos
alzó en volandas y nos llevó a través del océano hasta romper en las rocas de
esta isla. Cuando me recobré, me vi sobre la playa y la ballena daba vueltas
sin poder escapar del atolón. Estaba herida y vencida, y yo entonces me sentí
magnánimo, y la cuidé, le curé las heridas y desde entonces la alimento - Ahab
me miró intensamente -. Ahora, con tu ayuda, quizá podremos abrir una brecha en
los arrecifes para que Moby pueda regresar al océano.
Con
aquel impulso altruista, Ahab había recuperado su espiritualidad y llegó a ser
un agradable compañero en la isla que, por cierto, no estaba del todo desierta.
Varias mujeres y su descendencia, adolescentes que entonces eran niños y niñas,
habían sobrevivido a la catástrofe, mientras sus esposos, hermanos y padres,
pescadores, eran engullidos por la ola. Entre ellos había una jovencita que me
miraba con mucho interés. Yo la sonreí, presintiendo un futuro feliz, y para
nada eché de menos que no tuviera barbas.
Miguel Ángel Pérez Oca.
(500 palabras)
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