El tema de esta semana en nuestra Tertulia literaria era "Piélago", y yo, que aborrezco los rebuscamientos literarios, he presentado este alegato por la sobriedad que os adjunto y que dedico a la memoria del extraordinario poeta Miguel Hernández.
“… Me hundí en
el piélago de sus ojos glaucos acariciados por el céfiro
y me dejé llevar por un cárdeno arrebato de ubérrimos
afanes…”
-Esto no habrá
quién lo entienda. Soy un escritor cursi y pedante – me recriminé, mientras estrujaba
el papel y lo echaba al retrete.
Recordé el
viejo chascarrillo que contaba mi abuelo Batiste, aquel sabio agricultor de
Alcoi que un día se metió a mecánico, conforme agonizaban las huertas a la
sombra de las fábricas de libritos de papel de fumar y de mantas de borreta.
“Oh–decía la distinguida
damisela-, sopla un céfiro que rasga el cutis. Senyoreta
– le contestaba el rudo labrador –,
el que fa es un ventorro que talla els collons”.
-Pues eso – le
dije a mi compañero -, que tan malo es pecar de garrulo como de enterado. Creo
que como escritor tengo la obligación de usar un lenguaje accesible y claro, y desarrollar
mi trama de manera inteligible, y no como lo estaba haciendo ahora. Porque eso
de pasarse la vida intentando demostrar lo erudito y culto que es uno, no sirve
más que para consolar a los que padecen complejos inconfesables, a los
hambrientos de adulación, a los que quizá necesitamos preguntar continuamente
al espejo estupideces como las que preguntaba la madrastra de Blancanieves.
-De la
estética japonesa – insistí - he aprendido la exquisita belleza que puede germinar
en la simplicidad. ¿O no es insuperable la paz que se respira en un jardín Zen,
compuesto tan solo de arena rayada y rocas musgosas? O en la penumbra de una
iglesuela románica medieval, frente a la congoja con que nos oprime nuestra
propia insignificancia en una apabullante y deslumbradora catedral gótica; y nada
digamos de un empalagoso, rebuscado y sobredorado engendro barroco del tiempo
de la Contrarreforma. Creo que deberíamos escribir tal como hablamos; así que
lo importante es hablar bien, con propiedad, de forma que nos entiendan todos.
Y si después aprendemos a ponerlo por escrito, entonces seremos escritores;
siempre que, además de saber decir, tengamos algo importante que merezca ser
dicho. Y ya está. Al menos eso me muestra la lectura de algunos escritores
eminentes, cuyo ejemplo debería seguir, como ese americano que hoy está
prohibido, Hemingway, que se pasó dos días y gastó decenas de hojas de papel en
busca de la palabra justa con la que terminar, en una sola y rotunda frase, alguna
de sus novelas llenas de fuerza y sobriedad literaria.
-Dedicarse a
las florituras estilísticas es, cuando menos, de mal gusto – concluí -. Y lo
peor de todo: aburre y confunde al lector, a quien el escritor debe toda su
lealtad. Así que dejémonos de “céfiros”, “piélagos” y demás culteranismos y escribamos
recio y claro, como duros exploradores que somos del alma humana, que luchamos
en la selva profunda, bronca y difícil de los sentimientos y de los conceptos. ¡Viva
Quevedo – grité -, abajo Góngora!
Mi
interlocutor ya no me escuchaba. Se había sentado junto al triste candil de la
celda, mientras la silueta de los barrotes recortaba tiras de luz de Luna en el
suelo del Reformatorio de Adultos de Alicante. Extrajo un pedazo de papel
higiénico del rollo junto al excusado y afiló contra la rugosa pared de cemento
nuestro pequeño y único lápiz. Se lo pasó por la lengua, mojando la mina de
grafito, y se puso a escribir:
“La cebolla es
escarcha cerrada y pobre:
escarcha de tus
días y de mis noches.
Hambre y
cebolla…”
Palabras que
describían una realidad sólida, tremenda, que no necesitaba de artificios para
conmover. Palabras como rocas, como cantos rodados, como la fuerte
determinación que se pintaba en su entrecejo de antiguo pastor metido a poeta,
el más grande y doliente poeta de todos los tiempos.
Góngora
quedaba ya tan lejos...
Miguel Ángel Pérez Oca.
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