miércoles, 27 de enero de 2016

EL PIÉLAGO Y LA CEBOLLA



El tema de esta semana en nuestra Tertulia literaria era "Piélago", y yo, que aborrezco los rebuscamientos literarios, he presentado este alegato por la sobriedad que os adjunto y que dedico a la memoria del extraordinario poeta Miguel Hernández.

“… Me hundí en el piélago de sus ojos glaucos acariciados por el céfiro
 y me dejé llevar por un cárdeno arrebato de ubérrimos afanes…”
-Esto no habrá quién lo entienda. Soy un escritor cursi y pedante – me recriminé, mientras estrujaba el papel y lo echaba al retrete.
Recordé el viejo chascarrillo que contaba mi abuelo Batiste, aquel sabio agricultor de Alcoi que un día se metió a mecánico, conforme agonizaban las huertas a la sombra de las fábricas de libritos de papel de fumar y de mantas de borreta.
“Oh–decía la distinguida damisela-, sopla un céfiro que rasga el cutis. Senyoreta
– le contestaba el rudo labrador –, el que fa es un ventorro que talla els collons”.
-Pues eso – le dije a mi compañero -, que tan malo es pecar de garrulo como de enterado. Creo que como escritor tengo la obligación de usar un lenguaje accesible y claro, y desarrollar mi trama de manera inteligible, y no como lo estaba haciendo ahora. Porque eso de pasarse la vida intentando demostrar lo erudito y culto que es uno, no sirve más que para consolar a los que padecen complejos inconfesables, a los hambrientos de adulación, a los que quizá necesitamos preguntar continuamente al espejo estupideces como las que preguntaba la madrastra de Blancanieves.
-De la estética japonesa – insistí - he aprendido la exquisita belleza que puede germinar en la simplicidad. ¿O no es insuperable la paz que se respira en un jardín Zen, compuesto tan solo de arena rayada y rocas musgosas? O en la penumbra de una iglesuela románica medieval, frente a la congoja con que nos oprime nuestra propia insignificancia en una apabullante y deslumbradora catedral gótica; y nada digamos de un empalagoso, rebuscado y sobredorado engendro barroco del tiempo de la Contrarreforma. Creo que deberíamos escribir tal como hablamos; así que lo importante es hablar bien, con propiedad, de forma que nos entiendan todos. Y si después aprendemos a ponerlo por escrito, entonces seremos escritores; siempre que, además de saber decir, tengamos algo importante que merezca ser dicho. Y ya está. Al menos eso me muestra la lectura de algunos escritores eminentes, cuyo ejemplo debería seguir, como ese americano que hoy está prohibido, Hemingway, que se pasó dos días y gastó decenas de hojas de papel en busca de la palabra justa con la que terminar, en una sola y rotunda frase, alguna de sus novelas llenas de fuerza y sobriedad literaria. 
-Dedicarse a las florituras estilísticas es, cuando menos, de mal gusto – concluí -. Y lo peor de todo: aburre y confunde al lector, a quien el escritor debe toda su lealtad. Así que dejémonos de “céfiros”, “piélagos” y demás culteranismos y escribamos recio y claro, como duros exploradores que somos del alma humana, que luchamos en la selva profunda, bronca y difícil de los sentimientos y de los conceptos. ¡Viva Quevedo – grité -, abajo Góngora!
Mi interlocutor ya no me escuchaba. Se había sentado junto al triste candil de la celda, mientras la silueta de los barrotes recortaba tiras de luz de Luna en el suelo del Reformatorio de Adultos de Alicante. Extrajo un pedazo de papel higiénico del rollo junto al excusado y afiló contra la rugosa pared de cemento nuestro pequeño y único lápiz. Se lo pasó por la lengua, mojando la mina de grafito, y se puso a escribir:
“La cebolla es escarcha cerrada y pobre:
escarcha de tus días y de mis noches.
Hambre y cebolla…”
Palabras que describían una realidad sólida, tremenda, que no necesitaba de artificios para conmover. Palabras como rocas, como cantos rodados, como la fuerte determinación que se pintaba en su entrecejo de antiguo pastor metido a poeta, el más grande y doliente poeta de todos los tiempos.

Góngora quedaba ya tan lejos...                          
                                                                                      Miguel Ángel Pérez Oca. 

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