OMNIPRESENTE KEPLER.
Parecería que mi gato Kepler está
en todas partes. Si trabajo en mi estudio, frente al ordenador, lo veré
enroscado como una ensaimada de color canela sobre el cojín de la mecedora. Si
me acuesto en mi cama, no tardaré mucho en notar una presencia blanda a mis
pies, en forma de gatazo que reposa y vigila al extremo del lecho. Hasta cuando
en las mañanas me encierro en el baño para asearme y para hacer mis
necesidades, rasca la puerta con insistencia, hasta que, temeroso de que raye
la pintura, la abro y entra él con sus andares airosos y su cola enhiesta para
sentarse en la alfombra y observarme sin ningún pudor. Si voy después a la
cocina para prepararme el habitual sándwich de pavo y ensalada y el vaso de
café descafeinado con bebida de avena, se pone a mis pies y maúlla, terco,
hasta que le doy un trocito de fiambre de pechuga, que devora en un instante.
Cuando ando por el pasillo tengo de llevar cuidado para no tropezar con él, que
insiste en caminar a mi paso. Está en todas partes, es una figura omnipresente
en mi hogar. Aunque con el tiempo he comprendido que no es que esté en todas
partes, como una divinidad felina, es que está siempre donde yo estoy, y cuando
me voy, se queda junto a la puerta esperando mi regreso, que celebra dándome
cabezadas en los tobillos o, si me detengo, frotando su lomo contra mi pierna
hasta darse una vuelta de campana y quedar tumbado y satisfecho en el suelo con
su blanca panza al aire. Y todo esto con el silencio y aparente desdén que
acostumbran a manifestar los gatos, que parece que no les importa nada, aunque
al ver los movimientos de sus orejas, uno comprende que ellos no son tan
estrictamente visuales como nosotros y pueden dominar la escena fiándose solo
de los sonidos que emitimos al respirar, al latir de nuestro corazón o al rozar
de nuestra indumentaria.
Kepler es ya
un anciano respetable, con 12 años a cuestas y ocho kilos y medio de peso. Ya
no vuela a lo alto de los armarios, como en sus buenos tiempos mozos, pero
todavía le queda energía para saltar a mi regazo en cuanto me aposento en la
butaca para leer o para ver la televisión.
Una noche soñé
que se sentaba ante mí y me miraba fijamente, mientras de su pequeña boca
salían unos maullidos modulados en forma de palabras: “Miauuu… En todo triángulo
rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de
los catetos”. Y yo, entonces, descubría el secreto del espacio-tiempo
tetradimensional y comprendía que todos los instantes son eternos y que la
muerte es solo una anécdota. Si él era capaz de enunciar el Teorema de
Pitágoras con sus 30 gramos de cerebro, ¿por qué no iba yo a desvelar la estructura del Universo con mi
kilo y medio de neuronas?
Ah, omnipresente Kepler.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
(500 palabras)
1 comentario:
Miguel, me ha encantado como habla de Kepler: hay que ver el espacio que ocupan nuestros animales de compañía!
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