URKI.
La
abuela era la mujer vasca más auténtica que uno pueda imaginarse. Roqueña y
elegante a un tiempo, severa y a la vez apasionada y bondadosa, venía de las
montañas euskaldunas y tal como ellas, era como de granito cubierto de suave musgo.
Nunca la vi arredrarse ante nada, ni siquiera ante la muerte, cuando llamó a su
puerta. Yo la admiraba y bebía ansiosamente la sabiduría que me regalaba cada
vez que, durante los veraneos en Euskadi, paseábamos por los alrededores del
pueblo.
Junto
al río había un apretado bosque de abedules, a cuya sombra nos sentábamos a
comer los refrigerios que ella me preparaba cada mañana. Y desde allí, sentado
en el césped, ante el mantel y la cesta de los bocadillos y los refrescos, me
fascinaba la visión de un abedul aislado que, con sus más de veinte metros de
talla, se alzaba desde lo alto de un otero, balanceando su amplia copa
acariciada por la brisa, junto a una fuente cantarina y unos cuantos retoños de
su misma especie; que ya se sabe que a ese árbol no le gusta estar solo y crea
bosques a su alrededor.
-Abuela – le
pregunté una vez -, aquel árbol tan grande ¿es como estos de aquí?
Y
ella alzó la mirada por entre los finos troncos que nos rodeaban.
-Sí,
claro, ese también es un abedul.
-¿Y
cómo se dice abedul en euskera, abuela?
Y
ella me sonrió desde su alma ancestral, como agradeciendo el favor que le hacía
al interesarme por la lengua en que pensaba.
-Se
dice urki, y un bosque de abedules es un urkidi, como mi apellido que, ya sabes,
es Urkidi.
Fue
el último verano que la vi en mis estancias en Euskadi. He vuelto muchas veces
desde entonces y a menudo me acerco al bosque junto al río. Para mí, los
árboles de esa rivera son abedules, pero el grande, el que asoma sobre el
otero, junto a la fuente, es un urki. De hecho, he convertido su nombre común en
propio. Es el único árbol al que reconozco por su nombre de pila. Es un urki
que se llama Urki.
A
veces, cuando subo al otero y veo el panorama desde la altura, con el pueblo al
fondo, me acerco a Urki, y él me obsequia con el recuerdo de mi abuela
recostada contra su tronco.
-Un
día volveré, mi pequeño – me dice -, pero tú no me reconocerás, porque seré un
pájaro, o una nube, o una brizna de hierba. Pero si me necesitas, cantaré para
ti, o te daré unas gotas de lluvia que mitiguen tu sed, o serviré de almohada a
tus pies descalzos.
Y entonces la
brisa entre las hojas de Urki, y las aguas cantarinas de la fuente, me susurran
palabras en euskera; y yo comprendo, por unos instantes, que la vida perdura,
que no existe la muerte, que yo también seré algún día un pajarito, una nube o
una brizna de hierba.
-Egia da, Urki
?
Miguel Ángel Pérez Oca.
(A mi querida amiga Lourdes Urkidi)
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