DESDE ESTE FUTURO.
Parece que hace
siglos que transcurrían los años 50. Yo era un chiquillo de poco más de diez inviernos
a mi espalda, con un hermanito que aún no andaba. Mis padres y yo, en las
noches de verano, íbamos con cierta frecuencia a ver cine de reestreno en la
Plaza de Toros, muy cercana a nuestra vivienda de planta baja. Mi hermano
quedaba al cuidado de las abuelas y mi madre llenaba un capazo con una fiambrera
de tortilla de patatas o de bacalao con tomate, barras de pan, servilletas, una
sandía, una botella de vino embocado de la bodega del señor Andarias y otra de
agua para mí. Nos sentábamos en las gradas, porque era más barato, y desde allí
veíamos viejas películas en blanco y negro, sobre una ondulante pantalla de
tela que temblaba al viento, y con un deficiente sonido, lleno de ecos y
resonancias. Entonces, después de tantas penurias sufridas, nos conformábamos
con todo.
Recuerdo
una noche en la que proyectaban “Locura de Amor”, en su versión grandilocuente
y a la vez paupérrima de un Renacimiento de cartón piedra y triste
guardarropía, en la que una histriónica Aurora Bautista trataba de hacer
creíbles los castos desvaríos y los celos de Juana la Loca. La cinta rezumaba
patriotismo barato en todas sus escenas, haciendo omnipresente ese sueño demagógico
del “Imperio hacia Dios” con el que se desayunaban cada día los sufridos y
míseros perdedores de la pasada Guerra Civil, sometidos a la propaganda machacona
de la dictadura franquista.
Yo,
que me aburría bastante con la almibarada película, me dedicaba a mirar disimuladamente
al público vecino que se sentaba en los bancos de piedra. Debajo de mí, un
mozalbete sorprendido por la situación, satisfacía el hambre sexual de una
señora “jamona” que se agitaba ante las incursiones del acompañante accidental bajo
su falda. Los secretos del sexo todavía no se me habían manifestado en todo su
esplendor, así que no entendía como aquellos “viciosos” podían refocilarse en el
“pecado” con ese denuedo; y me imaginaba al chico arrodillado y contrito ante
el confesionario, y a la insatisfecha señora aullando, presa de deseos impuros,
en su cama solitaria.
En
el descanso, entre película y película, las familias se entregaban a la cena y
se abrían los capazos y las navajas para preparar sabrosos bocadillos de
tortilla o fritanga, acompañados de tragos de vino, los adultos, y de agua, los
chiquillos - entonces aún no había Coca-Cola -. Y mientras mi madre confeccionaba
el condumio, mi padre me acompañaría al mingitorio, en un rincón oscuro del
pasillo que rodeaba la plaza. El olor penetrante de orines y Zotal habría sido
capaz de quitar el apetito a quien nunca hubiera pasado hambre; pero ese no era
el caso de los españolitos de entonces.
El principio
del siguiente film coincidiría con el postre a base de tajadas de sandía o
melón y la cháchara impertinente de los espectadores que terminaban su pitanza
con total indiferencia a las vicisitudes de los protagonistas, esta vez americanos,
de una aventura de Flash Gordon. Pero en eso yo ya empezaba a ser un niño
diferente. A mí, convencido desde mis primeras lecturas de Julio Verne, de que
muy pronto los humanos pisarían la Luna, la ciencia-ficción me chiflaba. Yo
vivía ya en el futuro…
Pero no en
este futuro de 2016 desde donde escribo estas letras, en el que todo el mundo tiene
ordenadores portátiles y teléfonos móviles, y la información corre instantánea
de un rincón a otro del planeta; donde todo depende de una intrincada red de
impulsos electrónicos. En esta época futura, los problemas de supervivencia son
muy diferentes de los que nos acosaban en los años 50. Ahora lo que peligra es
la salud total del mundo, contaminado y esquilmado por las nuevas técnicas de
un loco y cruel capitalismo dispuesto a morir de éxito con tal de obtener
ganancias. Las guerras y la desigualdad hacen compatibles los más avanzados
lujos y las más abyectas miserias…
No es este el
mundo futuro que nos mostraban las películas de ciencia-ficción de entonces,
¿verdad? No hay paz para los
profetas.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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