El tema de la Tertulia de ayer era "el árbol" y sobre este tema he escrito el trabajo que os adjunto. Espero que os guste.
MI ÁRBOL.
Mi
árbol no era un árbol cualquiera, era un árbol excepcional, único, un árbol
gigantesco y solitario de tronco multiforme y retorcido. Ya sé que podría, para
mencionarlo sin caer en reiteraciones, usar sinónimos y metáforas o citar su
especie, pero es que, desde muy niño, lo he llamado siempre “el árbol”, y
cualquier otra definición de su ser me parecería artificiosa. Era, todo él, un
universo habitado por miles de pequeños seres que allí encontraban cobijo y
alimento. Las ardillas roían sus duros frutos, los pájaros anidaban en sus
ramas o buscaban refugio en sus oquedades, las orugas devoraban febrilmente sus
hojas para llegar a ser mariposas y los hongos y el musgo proliferaban en los
húmedos rincones de su enorme y complejo cuerpo leñoso.
Cuando
lo visitaba, en mis vacaciones infantiles de verano, y me cobijaba a la sombra
de su espesa hojarasca, jugaba a imaginarme su historia; aunque he necesitado ser
adulto y estudioso para saber recomponerla en toda su azarosa y probable realidad.
Seguramente,
cuando el gran árbol nació, lo hizo en el seno de un inmenso bosque que ya no
existe. Surgió de una semilla enterrada por las escorrentías pluviales bajo el
césped y los helechos de un suelo fértil. Creció como un arbolillo débil y
quebradizo que los animales del bosque respetaron por puro azar. Ningún ser
humano se aventuraba entonces por el monte sin senderos donde se aferraron sus
raíces, cada vez más vigorosas. Se desarrolló rápidamente y hubiera sido un
árbol derecho y orgulloso de no haberle ocurrido un percance que, a la postre,
fue su fortuna y el secreto de su longevidad: Una noche de tormenta, o quizá un
día - quién sabe -, un rayo hendió su corteza y quebró su cuerpo,
convirtiéndolo en una figura deforme y en parte calcinada. A partir de
entonces, su tronco se bifurcó y se agrandó plural y enrevesado, aunque no por
ello perdió su poderío; sino que incrementó el perímetro de su dominio. Y
siguió creciendo con firmeza hasta llegar a ser un titán verde en lo más alto
de la floresta.
Fue
por entonces cuando llegaron los hombres, provistos de hachas y sierras. Eran
leñadores en busca de mástiles y vergas para los grandes veleros que surcaban
los mares hacia nuevos continentes. Y así cayeron los troncos más altivos y rectos,
y en los claros del bosque fueron surgiendo las primeras tierras de labor. Solo
quedaron en pie, transcurridos unos años, los que, por su falta de longitud o
derechura, no eran válidos para transformarse en arboladuras marineras. De todos
modos, los supervivientes no estaban a salvo, pues los advenedizos labradores rapiñaban
su madera para construir graneros, empalizadas o, simplemente, obtener leña
para sus inviernos. Sin embargo, en una prominencia de la ladera reinaba el
gran árbol, mi árbol, que los lugareños respetaron durante siglos por una
atávica reverencia a su extraña y gigantesca figura. Y así me lo encontré yo en
mis asuetos estivales.
Su
enorme sombra era acogedora y fresca. Uno se veía allí protegido por un ser
vivo, silencioso testigo de tantas ocasiones olvidadas; y podía dormitar, leer
un libro o, simplemente, dejar pasar el tiempo contemplando el horizonte de
montañas azuladas y campos amarillos, mientras escuchaba rumores de brisas y trinos
de pájaros.
Después
crecí, me fui lejos a trabajar y formar una familia; pero siempre me acompañó el recuerdo de aquel ser inmenso.
Hasta que un día decidí volver y revivir episodios infantiles bajo su agradable
amparo.
A
mi regreso, encontré el pueblo muy cambiado, con edificios nuevos e
impersonales, y calles asfaltadas; y en lontananza eché de menos la silueta
grandiosa y familiar de mi viejo amigo. No lo puede encontrar, pues en su lugar
se alza ahora una urbanización de chalets adosados. Allí ya no hay árbol, ni ardillas,
ni pájaros, ni helechos; solo cemento y piscinas cuadrangulares, bienestar
artificial con simulacros de vida enmacetada. El milenario superviviente de los
tiempos salvajes ha caído al fin, víctima de la estupidez humana.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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