El tema de la reunión del pasado lunes en la Tertulia Literaria de la Bodega Adolfo era "La Impiedad", y a mí se me ocurrió el relato que os adjunto. A ver qué os parece:
REO DE IMPIEDAD.
La luz del amanecer apenas entra
por entre las rejas del estrecho ventanuco de la celda. El reo se ha pasado la
noche en vela, sentado en su camastro, esperando ser conducido al lugar de la
ejecución. Lo han condenado a muerte por impío, por no obedecer las sagradas normas
que han establecido aquellos que legislaron en nombre de Dios.
¿Cómo será ejecutado? ¿Será
quemado vivo en la hoguera? ¿Será fusilado ante un acribillado paredón de cemento?
¿Será degollado ante una cámara de televisión?
¿Quién es el reo? ¿Es un cosmólogo
del tiempo de la
Contrarreforma ? ¿Es un republicano ateo y español? ¿Es un
rehén europeo en manos de los yihadistas?
¿Quiénes son sus jueces?
¿Inquisidores, militares facciosos o islamistas radicales?
¿Por qué lo han condenado? ¿Por
afirmar que la Tierra
gira alrededor del Sol? ¿Por querer para su patria un Estado laico
independiente de la Iglesia ?
¿Por no respetar el Ramadán y permitir que las mujeres vayan con la cabeza
descubierta?
Los pasos de los verdugos
resuenan en el pasillo. El reo se levanta y respira hondo. Sabe que va a morir.
Camino del Campo dei Fiori, el
filósofo Giordano Bruno soporta las burlas del populacho, a lomos de un pollino
y vestido con sambenito y capirote. Lleva la boca sellada con un bozal de hierro
dotado de una escarpia que le atraviesa la lengua, porque sus verdugos no
quieren que proclame sus heréticas teorías ante el pueblo pío e ignorante.
Junto a las tapias del
cementerio, el viejo maestro republicano mira desafiante a sus asustados
ejecutores, unos desgraciados soldaditos temerosos del fiero oficial que manda
el pelotón. No hay público alrededor, así que al militar fascista no le importa
que antes de morir, el “rojo” grite: “¡Viva la República !”
En pleno desierto, ante un fondo
de dunas y peñas desoladas, el periodista europeo, arrodillado delante de su
verdugo, que blande un afilado cochillo con el que va a degollarlo, recita un
mensaje en el que justifica su propia muerte. Sabe que si se niega a hacerlo
será salvajemente torturado y su muerte resultará todavía más horrible.
Los verdugos hinchan el pecho,
satisfechos de su justicia. Ellos están convencidos de que tienen razón y que
matar al impío es un acto que honrará y satisfará a Dios.
Ya le pasó antes a Sócrates,
también acusado de impiedad y obligado a beber la cicuta. Y a los cristianos
del Coliseo, y a las brujas de Salem, y a los moriscos y judíos de España, y a
los musulmanes de la antigua Yugoslavia, y mañana le pasará a otros si Dios no
lo remedia. Sí, me refiero a ese Dios, o Yavéh, o Alá que, según sus más fanáticos
adoradores, se complace con la aniquilación de los infieles.
Y el caso es que, en el fondo,
los verdugos son buena gente, excelentes hijos, padres, vecinos y esposos.
Hombres piadosos que observan estrictamente los mandamientos de su religión
milenaria, interpretada, todavía hoy, al pie de la letra, y que se afanan por
implantar en el mundo el reino de lo espiritual, la virtud y la fe.
No comprenderían que el descreído
agnóstico que escribe estas letras les dijera que no concibe un acto más impío
que el matar a alguien por el hecho de ser impío.
Y es que, como dijo Bertrand
Russell: “El que una buena persona haga el bien es lo natural, pero para que
una buena persona haga el mal, hace falta la religión”.
El impío, ahora, yace en el
suelo, quemado y convertido en cenizas y huesos calcinados, acribillado a
balazos y con el tiro de gracia en la sien, degollado y decapitado ante la
televisión. Se diría que es siempre el mismo, que ha muerto tres - o mil -
veces, a manos de los creyentes dignos y honrados, escandalizados de su
reprobable conducta.
Se ha hecho justicia.
Alabado sea Dios.
Miguel Ángel Pérez Oca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario