LA MACETA Y EL VOLCÁN.
Al final de la calle, la vista tropezaba con un terrible y humeante muro negro de piedras andantes que, de vez en cuando, se desplomaban por la pendiente. Entonces dejaban al descubierto huecos de un rojo brillante que, según los vulcanólogos, mostraban el magma a más de mil grados de temperatura. El monstruo avanzaba lentamente, pero inexorable, cada vez más cerca de la plaza desierta que había sido el centro neurálgico del pueblo.
La primera
casa ya había sucumbido y se había desplomado como un castillo de naipes. Apenas
se veían los restos de una pared verde que antes había sido su fachada.
Ahora, la
colada de lava espesa seguía avanzando tenaz, inevitable, a por la segunda casa.
Los muros ya se cuarteaban, anunciando el inminente derrumbamiento.
A lo lejos,
como si se tratara de los latidos de un corazón inmenso, rugía rítmicamente el
volcán, mientras escupía intermitentes bocanadas de fuego y pedruscos
incandescentes hacia las alturas. Después, los despojos de las entrañas planetarias,
obedientes a la gravedad, iban cayendo en las laderas del cono de detritos. El
aire se llenaba de polvo negro que cubría con una pátina oscura todas las
superficies horizontales.
Acompañadas de
un vehículo de la policía, llegaron las dos furgonetas hasta la esquina de la
plaza, donde se detuvieron.
-Esa es la
casa – dijo el conductor del primer automóvil al agente.
-Tienen
ustedes quince minutos para recoger lo más indispensable - dijo el guardia, bajándose
para ayudar a la familia -. La lava ya avanza por el final de la calle y estará
aquí dentro de poco.
Y todos se
precipitaron a la vieja vivienda. El mayor de los hermanos fue derecho al
despacho que fue de padre, a por las escrituras, pólizas de seguro y demás
documentos. El pequeño, con el policía y las dos mujeres, subieron a las
habitaciones a por ropa y colchones. Después bajaron a la cocina, a por
alimentos de la nevera y el horno de microondas. Mientras, la anciana madre
dirigía sus pasos cortitos a través del patio.
-Bueno – decía
el mayor -, ya tenemos lo más importante. Dentro de un rato, de esta casa no
quedará nada. La lucha de padre para dar un futuro a esta familia se la va a
tragar ese maldito monstruo… - y un sollozo escapó de su pecho doliente.
-Hala, vámonos
- dijo el agente, en tono desolado e imperativo. El estruendo del
derrumbamiento de la segunda casa de la calle los dejó a todos sobrecogidos y
cubiertos de polvo blancuzco.
-Pero… ¿Y la
abuela? ¿Dónde está la abuela? – gritó una de las mujeres.
-¡Madre!
¡Salga usted, que nos vamos! – gritaban todos, con el corazón encogido.
Y en eso, de
entre la nube de polvo gris, surgió la figura entrañable de la vieja señora de
luto. Llevaba algo abrazado y sonreía con gesto de triunfo. Había salvado lo
más importante. El diablo de lava ardiente no podría devorar nunca su maceta de
geranios.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
(500 palabras)
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