AMANECER Y VACUNA
El
Sol aún no ha roto el horizonte, pero su fulgor rojizo ya se anuncia entre las
nubes. Ayer me vacunaron y dentro de 20 días impacientes me administrarán la
segunda y definitiva dosis. Una semana más y estaré a salvo de contagiar a nadie,
cuya debilidad llevase a la muerte. Porque esa ha sido mi ansia: no causar la agonía
de ningún hermano. Y mis esfuerzos han dado – o van a dar – su fruto. Me ha
costado la amistad de personas muy queridas. Hace un año que no beso a mis
hijas ni a mis nietos, que no como con mis amigos, que no me siento alrededor
de una mesa para hablar de filosofía, de literatura, de fantasías científicas.
Hace un año que lucho solo contra el desánimo, que sacrifico mi libertad, que
sufro el desprecio de los que se niegan a renunciar a lo que aman. Y ayer me
vacunaron y mi misión de lucha y sacrificio toca ya a su fin. No soy un hombre
joven, ni siquiera maduro. Emerjo de la pandemia convertido en un anciano de cabellos
grises y revueltos, de piernas débiles y flaca memoria. He sufrido, he perdido
muchos tesoros, pero he cumplido con mi obligación y ahora me toca decidir qué
he de hacer con mi vida. Porque la anterior, la desenfadada aventura de
amistades y festines, ha concluido, concluyó cuando el virus nos hizo bajar el
telón, y se abrió el paréntesis maldito. Ahora habrá que inventarse un nuevo
rumbo. Un rumbo para recorrer los pocos o muchos años, o lustros, que me
queden. No importa eso, no importa lo que me quede, porque siempre es ahora.
Fui
un empecinado, un intransigente al que no perdonaron aquellos y aquellas que no
estaban en disposición de renunciar a los placeres de la vida gregaria, de las
sonrisas, las frases hermosas y los abrazos. Y fui acusado de déspota, de
insultador, de egoísta, de cobarde, de aterrado ante la amenaza de la muerte y
de la peste. Y no era cierto. Porque en esos momentos de renuncia, en las
residencias de ancianos agonizaban miles de viejecitos contagiados. Juré que no
sería por mí, y me exigí todas las renuncias. Y ahora, con un ligero dolor en
el hombro vacunado, sonrío al sol que está a punto de romper el horizonte. ¡He
cumplido con mi deber! Nada debía a quien me cobraba por su amistad, un lugar
apretado y una cena extraña, no mediterránea. Nada debía tampoco a quienes me
obsequiaban con su amistad y sus excelentes y admirables trabajos literarios. Y
nada me debía a mí mismo, salvo el compromiso con la vida, contra la agonía propagada
por los imprudentes. Y no guardo rencor a nadie. Allá cada cual con su
conciencia. Allá cada cual con la deuda de vida que haya dejado tras sus pasos,
sus cenas y sus cálidas compañías. Allá cada cual. Yo sé, con toda la seguridad
que me pueden dar las evidencias, que nadie ha padecido enfermedad y muerte por
mi culpa. Ojalá todos puedan decir lo mismo.
Tengo
la completa seguridad de que si todos hubieran actuado como yo, se hubieran
arruinado unos cuantos cientos de “emprendedores” – cosas del Capitalismo -, es
cierto, pero no habría ocurrido una segunda, ni una tercera, ni una cuarta
“ola” de pandemia, y en este país, en este solo país, unos cuantos miles de
personas no habrían fallecido, estarían vivas, sin saber que le debían la vida
a sus compatriotas cuidadosos, meticulosos y fieles a su deber ciudadano.
Me
he privado de muchas cosas, no le guardo rencor a nadie, he pagado el precio de
mi consecuencia y no pienso pedir cuentas. Ahora voy a empezar una nueva vida
con la inmensa satisfacción de haber cumplido con mi deber ciudadano hasta las
últimas consecuencias.
Ayer
me vacunaron. Pronto besaré a mis hijas y a mis nietos, y abrazaré a mis amigos
y amigas. El Sol está rompiendo el horizonte.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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