CIEN AÑOS DE RECUERDOS.
Ahí está, en
su silla de ruedas. Apenas ve sombras y siluetas; así que su mirada perdida
reposa a menudo en puntos imprecisos de su entorno. ¿Qué pasará por su cabeza?
Seguramente recuerdos, recuerdos de todo un siglo, porque en agosto cumplió
cien años. Cuando era una niña pequeñita y vergonzosa, las mujeres llevaban
faldas por los tobillos y sombrerito, si eran de la clase alta, o pañueluco
sobre el moño si eran de la baja. Señoritas y criadas, caballeros y jornaleros,
niños vestidos de marinerito y rapaces andrajosos. La sociedad era desigual… o
quizá menos hipócrita que la actual, en la que la tecnología ha permitido que
la pobreza y la injusticia se vean menos, aunque no han dejado de ser la base
del poder de los afortunados, con una inmensa clase media, adocenada, ignorante
y acomodaticia que sirve de colchón entre las clases.
Entonces nadie
temía por el cambio climático, ni por las islas de basura plástica en los
océanos. Aún no sabía nadie que ya se empezaba a asesinar al planeta. Y vino la
electricidad y las luces nocturnas desterraron la noche con esas bombillas
inventadas por el señor Edison… y murieron las estrellas, y los niños y los
enamorados dejaron de embelesarse mirando la Luna. Y vino la radio y todo fue
como un inmenso patio de vecindad. Y así llegaron las opiniones y las convulsiones.
Y los obreros empezaron a despertar y los señoritos comenzaron a sentirse
inquietos. Y un día llegó la República, con su gorro frigio y sus libertades, y
a ella le sorprendió en la calle Castaños, mientras llevaba la fiambrera con la
comida para su padre. Tuvieron que explicarle que aquella manifestación
enardecida era una explosión de alegría porque ahora reinaría el pueblo
soberano. Pero los privilegiados no descansaban y estalló la guerra promovida
por los malvados. Bombardeos y hambre. Y su novio marchó al frente y llegó a
capitán… y a preso después, con poetas, maestros y obreros traicionados. La
boda, los hijos, las muertes de seres queridos… la vida. Cuando volvió la
democracia ella ya era viuda y lloró por aquella libertad perdida y su regreso,
que ya nunca podría disfrutar su esposo. Se fue una hija y vino la vejez larga,
larga, hasta alcanzar el siglo. Y ahora, con la mirada perdida, recuerda y
añora.
Bastarían 20
ancianas como ella, cuyos recuerdos se solaparan de forma que los últimos de
cada una coincidieran con los primeros de la siguiente, para que pudiéramos
remontarnos a los tiempos en que Lucentum era una próspera ciudad del Imperio
Romano. Y si ella se marchara se perderían tantas escenas vividas, tantas
circunstancias imposibles de reproducir, tantas historias que ya no recordará
nadie, tantos tesoros de memoria, que el río de nuestro bagaje histórico quedaría
un poco más escuálido.
Ahora, en su
silla de ruedas, parece mirar a las lejanas montañas que lucen grises más allá
de los cristales, pero, en realidad, está mirando en dirección a su pasado de
todo un siglo.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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