El tema de la Tertulia de ayer era "un teléfono suena" y yo aporté este trabajo que espero os guste:
RIIIIIIINNNNG...
Riiiing, riiiing, riiiing… El
maldito teléfono no paraba de sonar. Y el tío Pedro hacía como que no lo oía,
sumido en plena siesta. Teresa, su mujer, secándose las manos con el delantal,
se dirigió, resignada, hacia la pared del pasillo donde estaba fijado el
aparato; pero el hombre le hizo una seña disuasoria para que no lo cogiera.
-Pues
tendrás que contestar tú, huevón, que un día se van a cansar de ti y te van a
despedir; y a ver qué vamos a comer…- rezongaba ella mientras se batía en
retirada camino de la cocina.
Al
final el cacharro dejó de sonar y la calma pareció regresar al rostro del tío
Pedro, que volvió a cerrar los ojos. Pero sabía muy bien que pronto oiría de
nuevo su timbre persistente, tozudo, hasta que lo descolgase y oyera lo que
temía que iba a oír.
Al
rato, otra vez: Riiiing, riiiing, riiiing… El tío Pedro ya era consciente de que no le iba a quedar más remedio que
contestar; porque, cuando en su casa un teléfono suena, es que la maldita
noticia va a llegarle de una forma u otra, y mejor recibirla directamente que
por medio de la Guardia Civil. Once veces - contó con los dedos - había sonado
el dichoso timbre para eso, en los últimos siete años… Riiiing, riiiing…
-¿Quieres
coger el teléfono de una puñetera vez? Si ya sabes para qué te llaman. Será del
Ministerio, a ver. Solo falta que te digan dónde y cuándo, cobardica – venía la
voz áspera de Teresa desde el patio donde tendía la ropa recién lavada.
-Ya
voy, bruja, ya voy… - dijo él con voz contenida, mientras se levantaba muy
despacio de su mecedora y se encaminaba lentamente hacia el aparato.
Ya
tenía la mano sobre el auricular, como dudando en cogerlo, cuando el timbre
cesó. Y el tío Pedro sacó un pañuelo del amplio bolsillo derecho de su pantalón
de pana y se enjugó el sudor que había
ido apareciendo en su frente; mientras se disponía a volver a su mecedora, que
todavía se balanceaba en la fresca semipenumbra del salón.
Riiiing,
riiing, riiiing… de nuevo, y el hombre se quedó parado en medio del pasillo,
como presa de un ataque catatónico.
-Pero,
¿quieres coger el teléfono de una vez, calzonazos? – gritó Teresa haciendo
ademan de ir ella misma a recibir la noticia.
Y
él se volvió lentamente, levantando una mano en súplica de calma. Descolgó al
fin el instrumento y se lo llevó al oído.
-Dígame…
- pronunció con desgana - ¿Quién llama? -, como si no lo supiera…
-Hombre,
ya era hora, Pedro – le contestó una voz metálica con acento muy madrileño –.
Llevo toda la tarde llamando…
-Es
que estaba haciendo unos recados – se excusó en un tono que lo delataba.
-Escucha,
Pedro, soy Idígoras, del Ministerio… Bueno, que te toca trabajar pasado mañana
en la cárcel de Albacete. Ya sabes, coges el tren mañana temprano y te
presentas en la Pensión Mendoza, donde ya tienes pagada la estancia. Después te
vas a la cárcel con las herramientas y te presentas al director. Llévate la
credencial, ¿eh? El trabajo será pasado mañana al amanecer… Como siempre.
Maldita
la hora en que consintió heredar el oficio de su padre, pensó el tío Pedro,
mientras se dirigía a su dormitorio a preparar la maleta y engrasar el
instrumento. Solo trabajaba una o dos veces al año, pero qué trabajo más
desgraciado.
Dos
días más tarde se bebería media botella de coñac antes de ir a trabajar, fijaría
el garrote vil al poste que le habrían preparado detrás de la silla del
condenado, haría oídos sordos a sus lamentos, procuraría no mirarle a los ojos
y se pasaría un rato interminable observando el retrato de Franco en la pared
del despacho del director, esperando que sonase el teléfono que anunciaría el
indulto. Pero, como casi siempre, el teléfono no sonaría. Ese trasto solo suena
cuando no hace falta.
Perra
vida la del verdugo.
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