martes, 4 de abril de 2017

NAVIDAD EN ABRIL.

Los temas para la Tertulia de ayer eran dos: "Cruzar el charco" y "Cuento de Navidad", ¡nada menos! Y a mí se me ocurrió esta distopía que espero no os espeluzne demasiado... aunque sí me place que os inquiete un poquito.


Después de estrujarme el cerebro durante toda la tarde en busca de un argumento para escribir mi narración del próximo lunes de Tertulia, me di por vencido y me propuse volver a casa. Pero al salir de la cafetería (uno de los pocos locales de la ciudad con luz eléctrica proveniente de un generador de gasolina), me vi sorprendido por un meteoro inesperado.
            Nevaba sobre los tejados blancos, como si estuviéramos en Navidad en pleno Pirineo; pero era 3 de abril, y estábamos en Post-Alicante City; y eso a orillas del Mediterráneo era, cuando menos, una novedad. Días atrás había llovido, había llovido a mares, y el mar, cuyo nivel medio ya había subido un metro, se había desbordado, y la calle, bajo los copos que caían de forma incesante, todavía formaba un inmenso charco de un palmo de profundidad que llegaba hasta la ahora cercana orilla. Qué tiempo más raro. Todo el Invierno sudando como caballos, sobre todo en febrero, con su ola de calor y sus 50 grados a la sombra; y ahora, en Primavera, nieve, lluvia y vientos helados. Y en la plaza, impasible el ademán, se cubría de escarcha la estatua de Donald Trump el Magno, con sus atributos imperiales, el cetro de oro con el águila, la túnica púrpura y la corona de laurel alrededor de su problemático tupé. “Qué difícil debe ser para un escultor trasladar al bronce esa especie de etéreo peluquín” - me dije por lo bajini, no me fuera a oír un guardia federal del Nuevo Imperio y me la cargase. La estatua se había alzado en el frío verano pasado, con motivo del inicio del quinto mandato del gran hombre que había disuelto el viejo Parlamento Americano, con su Cámara de Representantes y su Senado obsoletos, y había iniciado el Imperio Mundial, después de ganar dieciséis guerras en ocho años. Ahora, Rusia, China, Corea del Norte, todo el Oriente Medio y algún pequeño país limítrofe no eran otra cosa que desiertos radiactivos. Hasta Andorra recibió en su día un pepino nuclear, pero fue por un error administrativo y el generoso Imperator había pagado el funeral de las víctimas, que resultó muy lucido. Los demás países se rindieron a las imposiciones del Magno Donald y pronto reinó la paz en el orbe. Todo el mundo capitalista fue defendido con murallas de los intentos de invasión por parte de negros, moros, chicanos y demás gente de tez más o menos oscura. El nuevo Código Donaldiano estaba muy claro: Todo aquel cuyo tono de piel fuera más oscuro que el establecido en el baremo oficial, sería castigado por el delito de Suciedad y expulsado del mundo civilizado a regiones salvajes donde en verano, o en invierno, vaya usted a saber, se superaban fácilmente los 56 grados de calor… o los 40 bajo cero. Todo aquel que sostuviera que el fenómeno del cambio climático era de origen humano, sería castigado por el grave delito de Blasfemia y expulsado igualmente, etcétera…
            No sé, quizá me apetecía coger una piedra de la calle, de las arrastradas hasta allí por las últimas inundaciones, y lanzarla contra la insolente cara del Emperador… pero lo único que funcionaba bien en Post-Alicante City eran las cámaras de seguridad instaladas en todas las esquinas. Y aunque todos sabían que el mundo se iba a la porra (a pesar de las jornadas de rezos al Altísimo promovidas por el Vice-Emperador John-Waine Mc.Beautiful), y que la élite ya se había largado a una ciudad burbuja en la cara oculta de la Luna, para no verlas venir, nadie se atrevía a protestar. “No protestes que es peor”, era el slogan omnipresente. ¿Y qué podíamos hacer los ciudadanos inteligentes? El Emperador había sido elegido por holgada mayoría en los tres últimos comicios anteriores a la clausura del ya inútil sistema democrático. Según las últimas estadísticas, el número de ciudadanos mezquinos e idiotas siempre había superado el 60%.
            Me encogí de hombros, me arremangué las perneras del pantalón por encima de las botas y me dispuse a cruzar el charco, aterido bajo la nieve persistente de abril y dispuesto a escribir un cuento de Navidad.             

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