Después de estrujarme el cerebro
durante toda la tarde en busca de un argumento para escribir mi narración del próximo
lunes de Tertulia, me di por vencido y me propuse volver a casa. Pero al salir
de la cafetería (uno de los pocos locales de la ciudad con luz eléctrica
proveniente de un generador de gasolina), me vi sorprendido por un meteoro
inesperado.
Nevaba
sobre los tejados blancos, como si estuviéramos en Navidad en pleno Pirineo;
pero era 3 de abril, y estábamos en Post-Alicante City; y eso a orillas del
Mediterráneo era, cuando menos, una novedad. Días atrás había llovido, había
llovido a mares, y el mar, cuyo nivel medio ya había subido un metro, se había
desbordado, y la calle, bajo los copos que caían de forma incesante, todavía
formaba un inmenso charco de un palmo de profundidad que llegaba hasta la ahora
cercana orilla. Qué tiempo más raro. Todo el Invierno sudando como caballos,
sobre todo en febrero, con su ola de calor y sus 50 grados a la sombra; y ahora,
en Primavera, nieve, lluvia y vientos helados. Y en la plaza, impasible el
ademán, se cubría de escarcha la estatua de Donald Trump el Magno, con sus
atributos imperiales, el cetro de oro con el águila, la túnica púrpura y la
corona de laurel alrededor de su problemático tupé. “Qué difícil debe ser para
un escultor trasladar al bronce esa especie de etéreo peluquín” - me dije por
lo bajini, no me fuera a oír un guardia federal del Nuevo Imperio y me la
cargase. La estatua se había alzado en el frío verano pasado, con motivo del
inicio del quinto mandato del gran hombre que había disuelto el viejo
Parlamento Americano, con su Cámara de Representantes y su Senado obsoletos, y
había iniciado el Imperio Mundial, después de ganar dieciséis guerras en ocho
años. Ahora, Rusia, China, Corea del Norte, todo el Oriente Medio y algún
pequeño país limítrofe no eran otra cosa que desiertos radiactivos. Hasta
Andorra recibió en su día un pepino nuclear, pero fue por un error
administrativo y el generoso Imperator había pagado el funeral de las víctimas,
que resultó muy lucido. Los demás países se rindieron a las imposiciones del
Magno Donald y pronto reinó la paz en el orbe. Todo el mundo capitalista fue
defendido con murallas de los intentos de invasión por parte de negros, moros,
chicanos y demás gente de tez más o menos oscura. El nuevo Código Donaldiano
estaba muy claro: Todo aquel cuyo tono de piel fuera más oscuro que el
establecido en el baremo oficial, sería castigado por el delito de Suciedad y
expulsado del mundo civilizado a regiones salvajes donde en verano, o en
invierno, vaya usted a saber, se superaban fácilmente los 56 grados de calor… o
los 40 bajo cero. Todo aquel que sostuviera que el fenómeno del cambio
climático era de origen humano, sería castigado por el grave delito de
Blasfemia y expulsado igualmente, etcétera…
No
sé, quizá me apetecía coger una piedra de la calle, de las arrastradas hasta allí
por las últimas inundaciones, y lanzarla contra la insolente cara del
Emperador… pero lo único que funcionaba bien en Post-Alicante City eran las
cámaras de seguridad instaladas en todas las esquinas. Y aunque todos sabían
que el mundo se iba a la porra (a pesar de las jornadas de rezos al Altísimo
promovidas por el Vice-Emperador John-Waine Mc.Beautiful), y que la élite ya se
había largado a una ciudad burbuja en la cara oculta de la Luna, para no verlas
venir, nadie se atrevía a protestar. “No protestes que es peor”, era el slogan
omnipresente. ¿Y qué podíamos hacer los ciudadanos inteligentes? El Emperador
había sido elegido por holgada mayoría en los tres últimos comicios anteriores a
la clausura del ya inútil sistema democrático. Según las últimas estadísticas,
el número de ciudadanos mezquinos e idiotas siempre había superado el 60%.
Me
encogí de hombros, me arremangué las perneras del pantalón por encima de las
botas y me dispuse a cruzar el charco, aterido bajo la nieve persistente de abril
y dispuesto a escribir un cuento de Navidad.
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