HOMO PERDURÁBILIS.
Fue ese día cuando
Lars Tanaka recibió las señales de alarma por última vez en su cuarta
clonación. Era de mañana. El Sol, todavía bajo en el horizonte marino, se
reflejaba en las aguas verdes cuyas ondas jugaban con las arenas doradas,
sombreadas por los cocoteros. Tumbada en la misma orilla estaba la Mujer. Su
fantástica belleza, su mirada azul, su cabellera rubia ondeando a la brisa, sus
pechos duros y pequeños, su vientre breve y firme, sus piernas perfectas, toda su
desnudez anhelante invitaba al amor. Lars era el Hombre, moreno, elástico y
musculado, con largos cabellos negros y una barba corta y cuidada. Ambos desprendían
fuerza y deseo por todos los poros de sus cuerpos. Él se acercó a ella y la
besó con pasión. Después de unos minutos de preámbulo erótico y calculadas
caricias, copularon sobre el lecho de arena y agua tibia e inquieta, con
movimientos sabios y contenidamente lentos…
-Mejor
de noche – se dijo Lars, y desplegó su teclado mental para ordenar que se oscureciera
el cielo. Y al punto brillaron las estrellas sobre un negro de terciopelo.
-Una
aurora no vendría mal – y los vaivenes de una fantasmagórica cortina sideral de
increíbles tonos lucieron en lo alto, emitiendo extraños chisporroteos.
Se
acercaba el momento del orgasmo, deseado y retenido a un tiempo. Lars quiso que
fuera simultáneo y, no contento con eso, ordenó a la Razón Central que le introdujera
también en la mente de ella y le sirviese las más sorprendentes maravillas.
Un imposible
arco iris nocturno dominó el horizonte, mientras millones de luciérnagas
multicolores bailaban alrededor de la pareja en cuyos dos sexos él reinaba. Todo
anunciaba el placer inminente… ¡cuando se encendieron las señales de alarma!
Lars
volvió a su realidad cotidiana. En el espejo de su habitáculo blindado se
reconoció como el ser andrógino y perfecto que era: un Homo Perdurábilis.
Antaño, hace muchos siglos, fue un Homo Sapiens del género masculino. Pero a
punto de morir de viejo a la temprana edad de 89 años, se ofreció voluntario para
uno de los primeros experimentos de autoclonación. Cuando su cerebro se acomodó
a su nuevo y juvenil cuerpo, abrigó la esperanza de no morir jamás; aunque todos
sabían que el cerebro no renueva sus neuronas y envejecería lenta pero inexorablemente.
Por eso, cuando se le encendieron las alarmas por primera vez, tuvo que
resignarse a sufrir una nueva mudanza, ahora con cerebro incluido, que permanecería
en blanco durante su desarrollo, hasta que se le implantase un chip con la
copia exacta de su personalidad y su memoria en el mismo instante en que el
primer Lars perdía definitivamente la consciencia. Y así, el nuevo Lars se
despertó siendo su predecesor sin solución de continuidad. Con el tiempo, la
tecnología clonogenética progresó hasta el punto de poder darle un cuerpo perdurable,
implantándole vísceras biónicas renovables, una piel indestructible, sentidos
de precisión absoluta y una memoria electrónica total, conectada con la Razón
Central, que también podía servirle vivencias en realidad virtual que hacían
innecesario el engorroso sexo orgánico. Todo era perfecto, aunque el cerebro
seguía envejeciendo y hubo que clonarlo dos veces más en los últimos 13 siglos.
Lars, como todos sus congéneres, se preguntaba si en cada clonación muere el yo
anterior o se perpetúa en el nuevo cerebro de idéntica personalidad. Ni
siquiera la Razón Central lo sabía.
Estaba
próximo a una nueva clonación inevitable y no quiso sufrir angustia tanatofóbica.
Ordenó que se le inoculase una dosis de hormona sintética del optimismo, y
después quiso vivir el mejor momento de su antigua vida de Homo Sapiens.
Recordó
una playa del Mediterráneo. En la orilla de aguas azules le esperaba Ella. Se
recostaron sobre la arena e hicieron el amor sin necesidad de conjurar auroras
boreales, arcos iris nocturnos ni luciérnagas. Fue como aquella primera y
remota vez inolvidable, mientras se diluía su consciencia, dando paso a la
siguiente clonación.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
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