lunes, 26 de septiembre de 2016

HABLANDO DE TRISTES NEGOCIOS.



Los temas de la Tertulia de hoy eran "La Casa Blanca" y "Delincuencia". Mi trabajo, en el que entran los dos, es el que os pongo a continuación:

HABLANDO DE NEGOCIOS.
            Los mayordomos de la Casa Blanca siempre hemos sido negros. Lo fue mi abuelo Tom durante muchos años y, a su jubilación, heredé el cargo. Aunque en 1945 yo era todavía un camarero aspirante a mayordomo. Y aquel fatídico día me tocó a mí, por primera vez, servir el café en la reunión de los viernes del Comité de Guerra, en el Despacho Oval. Confieso que me temblaba el pulso mientras servía el refrigerio a tan altos personajes, todos hombres blancos, algunos de ellos uniformados y con el pecho cuajado de medallas. Sin embargo, no me sentí abrumado cuando llené la taza del Presidente. El señor Truman era un hombre tranquilo y amable al que ya había servido café otras veces, cuando se pasaba allí las horas, solo, estudiando importantes papeles.
            -Llena la taza hasta el borde, joven John – me dijo alguna vez -, que necesito estar despabilado esta noche. Con lo feliz que vivía yo en mi mercería de Kansas City, vendiendo corbatas y cintas de seda. ¿Quién me mandaría a mí meterme en estos líos?
            Aquel viernes, el Comité debía tomar una decisión muy importante, y sus miembros no reparaban en mí, modesto sirviente atado al silencio por un juramento de confidencialidad cuya transgresión me hubiera costado muchos años de cárcel. Ellos iban a lo suyo, con la segura frialdad de quien habla de negocios y conoce bien el tema.
            -Debemos echar esas bombas atómicas sobre Japón – decía con engolada afectación el Secretario de Guerra, señor Stimson, atusándose el bigote.
            -Sí, pero no hace falta lanzarlas sobre núcleos de población llenos de niños, mujeres y ancianos – objetaba el subsecretario Mc Cloy, de voz aflautada y tímida.
            -¡Esos no son niños, viejos y mujeres, sino alimañas a exterminar!– gritó, algo alterado, un general de aviación muy alto, gordo y rubio –. Debemos provocar la mayor destrucción posible y el mayor daño moral, para forzar la rendición de esos monos amarillos. Yo las tiraría sobre el mismo Tokio… las dos, la de uranio y la de plutonio.
            -Pero – objetó el Presidente -, si matásemos al Emperador y a todos sus ministros, ¿con quién negociaríamos la rendición?
            -Muy bien – admitió el general, apoyado por los otros militares presentes y la mayoría de los civiles -, pues las lanzaremos sobre otras poblaciones importantes, como Kioto, Hiroshima, Yokohama o Nagasaki. Lo importante es que les hagan mucho daño y los fuercen a la rendición incondicional. De lo contrario, habría que llevar a cabo una invasión que nos costaría al menos 300.000 vidas de nuestros soldados; y la vida de un soldado americano vale más que mil vidas japonesas, incluidas las de mujeres y niños.
            -Se podrían echar en la bahía de Tokio, a la vista de todos, para demostrarles nuestro poder sin necesidad de matar a niños inocentes… - insistía Mc Cloy. Pero el almirante jefe del Servicio Secreto le interrumpió, con voz autoritaria y mirada fría.
            -Seamos sinceros. No se trata solo de intimidar a Japón. Los rusos bolcheviques también le han declarado la guerra e invadirán las islas sin reparar en bajas propias y ajenas. Y no queremos un Japón comunista, ¿verdad? Así que es muy urgente forzar la rendición inmediata y, de paso, advertir a los rusos y dejarles claro quién manda aquí.
            Y un abrumado señor Truman carraspeó, miró al suelo y dio por zanjada la cuestión, después de emitir un sonoro suspiro. Se encogió de hombros y dijo:
            -Que se lancen sobre ciudades. Yo me hago responsable.
            Al salir del Despacho Oval me temblaban las piernas y dos lágrimas incontenibles rodaron por mis negras mejillas. Acababa de ser testigo de la organización de uno de los más horribles asesinatos de la Historia. Más de 200.000 personas iban a morir por decisión de unos hombres de apariencia honorable y ambición desmedida.
            Cuando se lo conté a mi abuelo en las cocinas, sonrió con tristeza y me dijo:

            -Querido John, debes saber que la delincuencia más inhumana es hija del poder y tiene sus guaridas en lugares como la Casa Blanca.         
                                                                                     Miguel Ángel Pérez Oca.


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