Los temas de la Tertulia de hoy eran "La Casa Blanca" y "Delincuencia". Mi trabajo, en el que entran los dos, es el que os pongo a continuación:
HABLANDO DE NEGOCIOS.
Los
mayordomos de la Casa Blanca siempre hemos sido negros. Lo fue mi abuelo Tom
durante muchos años y, a su jubilación, heredé el cargo. Aunque en 1945 yo era todavía
un camarero aspirante a mayordomo. Y aquel fatídico día me tocó a mí, por
primera vez, servir el café en la reunión de los viernes del Comité de Guerra,
en el Despacho Oval. Confieso que me temblaba el pulso mientras servía el
refrigerio a tan altos personajes, todos hombres blancos, algunos de ellos
uniformados y con el pecho cuajado de medallas. Sin embargo, no me sentí
abrumado cuando llené la taza del Presidente. El señor Truman era un hombre
tranquilo y amable al que ya había servido café otras veces, cuando se pasaba allí
las horas, solo, estudiando importantes papeles.
-Llena
la taza hasta el borde, joven John – me dijo alguna vez -, que necesito estar
despabilado esta noche. Con lo feliz que vivía yo en mi mercería de Kansas
City, vendiendo corbatas y cintas de seda. ¿Quién me mandaría a mí meterme en
estos líos?
Aquel
viernes, el Comité debía tomar una decisión muy importante, y sus miembros no reparaban
en mí, modesto sirviente atado al silencio por un juramento de confidencialidad
cuya transgresión me hubiera costado muchos años de cárcel. Ellos iban a lo
suyo, con la segura frialdad de quien habla de negocios y conoce bien el tema.
-Debemos
echar esas bombas atómicas sobre Japón – decía con engolada afectación el
Secretario de Guerra, señor Stimson, atusándose el bigote.
-Sí,
pero no hace falta lanzarlas sobre núcleos de población llenos de niños,
mujeres y ancianos – objetaba el subsecretario Mc Cloy, de voz aflautada y
tímida.
-¡Esos
no son niños, viejos y mujeres, sino alimañas a exterminar!– gritó, algo
alterado, un general de aviación muy alto, gordo y rubio –. Debemos provocar la
mayor destrucción posible y el mayor daño moral, para forzar la rendición de
esos monos amarillos. Yo las tiraría sobre el mismo Tokio… las dos, la de
uranio y la de plutonio.
-Pero
– objetó el Presidente -, si matásemos al Emperador y a todos sus ministros,
¿con quién negociaríamos la rendición?
-Muy
bien – admitió el general, apoyado por los otros militares presentes y la
mayoría de los civiles -, pues las lanzaremos sobre otras poblaciones
importantes, como Kioto, Hiroshima, Yokohama o Nagasaki. Lo importante es que les
hagan mucho daño y los fuercen a la rendición incondicional. De lo contrario,
habría que llevar a cabo una invasión que nos costaría al menos 300.000 vidas
de nuestros soldados; y la vida de un soldado americano vale más que mil vidas
japonesas, incluidas las de mujeres y niños.
-Se
podrían echar en la bahía de Tokio, a la vista de todos, para demostrarles
nuestro poder sin necesidad de matar a niños inocentes… - insistía Mc Cloy.
Pero el almirante jefe del Servicio Secreto le interrumpió, con voz autoritaria
y mirada fría.
-Seamos
sinceros. No se trata solo de intimidar a Japón. Los rusos bolcheviques también
le han declarado la guerra e invadirán las islas sin reparar en bajas propias y
ajenas. Y no queremos un Japón comunista, ¿verdad? Así que es muy urgente
forzar la rendición inmediata y, de paso, advertir a los rusos y dejarles claro
quién manda aquí.
Y
un abrumado señor Truman carraspeó, miró al suelo y dio por zanjada la cuestión,
después de emitir un sonoro suspiro. Se encogió de hombros y dijo:
-Que
se lancen sobre ciudades. Yo me hago responsable.
Al
salir del Despacho Oval me temblaban las piernas y dos lágrimas incontenibles
rodaron por mis negras mejillas. Acababa de ser testigo de la organización de
uno de los más horribles asesinatos de la Historia. Más de 200.000 personas iban
a morir por decisión de unos hombres de apariencia honorable y ambición
desmedida.
Cuando
se lo conté a mi abuelo en las cocinas, sonrió con tristeza y me dijo:
-Querido
John, debes saber que la delincuencia más inhumana es hija del poder y tiene
sus guaridas en lugares como la Casa Blanca.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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