DEBÍ DECLINAR AQUELLA INVITACIÓN.
Debí declinar
aquella invitación, pero no lo hice. Y después me he arrepentido mil veces de
no haberlo hecho; aunque quizá la experiencia valió la pena y mi pecado de
entonces contribuyó a forjar mi carácter. El caso es que la invitación era muy
tentadora. Nunca volvería a tener la ocasión de presenciar un espectáculo como
aquel, al menos en esas condiciones excepcionales.
Miguel
Pomata, el conserje de mi oficina, era amigo del padre de un famoso torero,
quien lo había invitado a que acudiera con unos cuantos compañeros a la plaza de
toros de Benidorm, donde el “maestro” iba a matar dos astados en privado, para
entrenarse con vistas a la próxima temporada. La corrida se haría con toda la
parafernalia habitual: cuadrilla entera con sus trajes de luces, picadores con
sus caballos, suerte de banderillas y estocada final, como está mandado, pero
sin público, salvo diez o doce personas de confianza. Y Pomata nos propuso asistir
con él a varios colegas: a Paquito, gran aficionado a la tauromaquia, a Tomás,
el interventor, y a mí, por la gran amistad y casi parentesco que unía a nuestras
dos familias.
De
entrada me impresionó ver el enorme coso vacío y oír desde la grada las
conversaciones de los toreros, potenciadas por la sonoridad de aquel desierto
cóncavo.
-Durante
toda la lidia debéis guardar silencio, porque el bicho, al no oír el murmullo
del público, se puede distraer con cualquier ruido – nos advirtieron.
Ver
una corrida de toros en medio de un silencio sepulcral es algo que no se me
olvidará nunca. Oíamos las voces del matador, cuando citaba al morlaco negro y
astifino, y la respiración agitada y los mugidos de dolor y de rabia del animal.
Entonces
comprendí la inmensa tragedia de aquel pobre ser vivo, burlado en su corto
sentido de la vista y su pobre inteligencia por unas sombras que se movían a su
alrededor, ocultándose tras unas formas verticales que quizá interpretara como
postes en lugar de humanos quietos, y unos seres extraños que surgían de la
nada para clavarle objetos punzantes que le dolían y le irritaban. El pobre
herbívoro estaba muerto de miedo, presentía su muerte, y reaccionaba de la
única forma en que sabía defenderse, intentado atacar con sus astas a los enemigos
malvados que lo estaban torturando. Sus bufidos entrecortados, perfectamente
audibles en aquel templo de silencio, delataban su angustia y su terror, que
culminó con un estertor agónico, cuando el estoque atravesó su cuerpo y le produjo
una espantosa y definitiva hemorragia. Después, ya muerta la víctima, los invitados
rompieron el silencio con gritos de entusiasmo y palmas.
El
espectáculo se repitió con el segundo toro, lo que me sirvió para comprobar de
nuevo que el miedo y el dolor son el precio de la fiesta taurina, que el toro
es un pobre comedor de yerba, inofensivo y pacífico, al que la Naturaleza ha
dotado de dos cuernos para defenderse de los depredadores; aunque en este caso
sus verdugos no buscan legítimo alimento,
sino sádica diversión de violencia y muerte.
Debí
haber declinado aquella invitación, pero no lo hice. Sin embargo, la
experiencia me resultó reveladora y nunca más he asistido a una corrida de
toros, ni siquiera por televisión, ni he participado en ningún espectáculo
violento contra animales inocentes. Que nadie me proponga ir a una cacería, a
la matanza de un cerdo o a una de esas fiestas salvajes en las que se tira una
cabra de un campanario, se le arranca la cabeza a un ganso o se martiriza y
humilla a un toro por las calles de un pueblo. Que nadie me invite a ver esas
cosas, porque rechazaré, ofendido, su propuesta.
Soy
carnívoro, como la mayoría de mis congéneres, y reconozco el derecho a matar
animales para alimentarnos, porque esa es nuestra naturaleza, pero exijo que se
les respete, que no se les haga sufrir, que se les dé una muerte instantánea e
indolora, y que nadie se divierta torturándolos, ni convierta su sacrificio en
un espectáculo.
Seamos,
de verdad, humanos.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
2 comentarios:
Ayer vi imágenes de Tordesillas. Un "ciudadano" se negaba a entregar la lanza a un guardia civil. Si yo me niego a entregar un arma a la guardia civil en medio de un alboroto me pegan de hostias hasta en el DNI. Otro bastardo enviaba a los antitaurinos a Catalunya. La forma de identificar las cosas para muchos carpetovetonicos es la culpable de los problemas que la periferia peninsular padece. Algo es algo. Ya no alancean al pobre bicho. Pero un encierro como este tampoco es digno de una ser que se dice "humano". Tu trabajo, impecable. Como siempre.
Eusebiet.
La tortura nunca pude ser (ni fue ni será) cultura.
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