martes, 12 de julio de 2016

PERDIDOS EN EL DESIERTO.



Se dice que, para los subsaharianos que intentan llegar a Europa, hay algo todavía peor que la travesía del Mediterráneo en patera, y es la travesía del Desierto del Sahara, sobre todo en manos de la mafia sin escrúpulos. El tema de la Tertulia de ayer era "Perdidos en el Desierto" y yo he presentado esta texto que espero que os guste:

EL NIÑO SIN NOMBRE.
            Gastón M’bopa y Anita son dos emigrantes subsaharianos sin papeles. Cuando el general Tananga dio un golpe de estado en su país y mandó encarcelar a todos los miembros del Partido Demócrata, ellos pudieron huir a la vecina República del Congo, gracias al aviso de un policía amigo. Pero allí no fueron bien recibidos. La frontera común y los intereses comerciales hacían que los dirigentes congoleños no quisieran indisponerse con el nuevo dictador, amparando a políticos de la oposición; así que les invitaron a marcharse. Fue entonces cuando al abogado Kunga, pariente de Gastón, se le ocurrió la idea de ir a Europa para denunciar allí los crímenes del general Tananga; y les invitó a acompañarles, a pesar de que Anita estaba ya muy avanzada en su embarazo.
            -Evelin y yo tenemos dinero suficiente y, aunque no disponemos de pasaporte, podremos comprar a la mafia un viaje clandestino. Veníos a Europa – les había dicho -. Vosotros sois jóvenes y fuertes; y entre todos cuidaremos de Anita y su bebé.
            Pero los mafiosos, después de sacarles todo el dinero que pudieron y tras un azaroso viaje por media África, parto incluido, los abandonaron en medio del desierto.
            El señor Kunga fue el primero en reaccionar ante aquella situación desesperada.
            -Mirad, según este mapa- les dijo, sacando un arrugado papel del bolsillo, y una brújula -, a unos 50 kilómetros al norte hay un oasis habitado. Así que deberíamos intentar llegar allí, andando de noche y durmiendo de día.
Afortunadamente, el grupo iba bien provisto de comida, agua y una tienda de campaña, así que decidieron arriesgarse y se pusieron en marcha.
            Pero se perdieron y al cabo de seis días se les acabó el agua, y esa misma noche murió la señora Evelin Kunga, demasiado vieja y gruesa para resistir tanto esfuerzo. La enterraron bajo la arena de una gigantesca duna y prosiguieron el camino. Anita daba de mamar continuamente al bebé recién nacido, al que ni siquiera habían bautizado. Pero dos días después, solo quedaban vivos Gastón y su esposa. El niño había muerto tras pasar muchas horas sin obtener leche materna. Ni siquiera había llorado. Simplemente se recostó contra el pecho seco de su madre y dejó de respirar. Kunga tampoco despertó cuando el anochecer anunció la hora de volver a caminar sin rumbo cierto.
            A los dos sobrevivientes nunca se les olvidará este niño muerto, desmadejado como un juguete roto y sin  nombre, como una pequeña mancha negra sobre la arena blanca de las dunas. Enterraron a Kunga y al bebé y siguieron caminando. Ella, desmayada, era llevada en brazos por Gastón cuando, al fin, llegaron solos al oasis.
            Después, gracias al dinero de los muertos, pudieron viajar hasta Marruecos y embarcarse en una patera que llegó clandestinamente a las costas de la anhelada Europa.
            Hace solo unos días, Anita regresaba de su trabajo como limpiadora de letrinas de un tugurio de Marsella, cuando un grupo de mozalbetes con la cabeza rapada, indumentaria de color oscuro y brazos tatuados con esvásticas la rodearon.
            -¿A dónde vas, negrita? – le dijo el que parecía ser el jefe de la pandilla, manoseándole las nalgas – Ven con nosotros y te enseñaremos cómo somos los blancos.
            Anita se escabulló a empellones y salió corriendo hacia la chabola de cartón y de lata que ahora habita con Gastón en un cercano suburbio de africanos sin papeles.
            Y los alevines nazis la persiguieron en vano, porque lo primero que aprende una mujer de la sabana es a correr como una gacela.
            A la puerta de la chabola la esperaba Gastón que, después de ampararla en sus fuertes brazos, irguió su cuerpo poderoso hacia los atacantes que frenaron en seco su carrera, para iniciar una prudente retirada, mientras gritaban:
            -¡Cochinos negros! ¿Por qué no os marcháis a vuestra casa?

            Y Gastón y Anita se acordaron del bebé sin nombre y supieron que aún estaban perdidos en el desierto.                                                           
                                                                          Miguel Ángel Pérez Oca.

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