AUSENCIA.
Hace
mucho que no viene. Los gatos del mercado la añoran y todos los días, a la hora
acostumbrada, se reúnen en torno a la farola de la plaza, esperándola. Ella me
compraba siempre un ranchito de pescado y lo depositaba allí, sobre el papel de
estraza en el que yo se lo había servido. Y los gatos se lanzaban, golosos,
sobre los pescaditos y después, con las panzas llenas, se restregaban con sus
pantorrillas, ronroneando agradecidos. Y ella los miraba a su alrededor y una
gran sonrisa iluminaba su rostro a menudo magullado por los golpes. Estos son
tiempos de dictadura, de honor machista bendecido por la Iglesia, y denunciar
los maltratos de un marido brutal a su esposa resulta inconcebible. “Son
asuntos privados de la familia -me decía un guardia urbano-, mientras no le
pegue en la calle, no podemos hacer nada”. Y ella estuvo viniendo a mi puesto durante
años con marcas de la bestialidad de su esposo en el rostro y en los brazos. Él
nunca le perdonó que no fuera capaz de darle un hijo varón, en el que perpetuar
su orgullo de macho dominante. Y ella, a falta de hijos, a falta de cariño de
su hombre, descargaba su ternura en los gatos del mercado, que la reconocían y
maullaban felices a su paso. Era hermosa, o lo había sido. Sus ojos claros y su
pelo negro como el azabache tendrían que haber hecho feliz a un buen marido, pero
solo conseguían despertar sus celos enfermizos y moverlo a la agresión y el
insulto. Y ella no podía huir, porque la Guardia Civil la hubiera devuelto al
hogar, tras la denuncia del cabeza de familia, que quizá la mataría alegando
una razón de honor que el juez fascista no pondría en duda antes de absolverlo.
Estaba atrapada sin remedio y sus ojos enrojecidos delataban sus llantos
solitarios. Estaba muerta en vida. Y ahora está muerta en muerte.
-Pepita
– me decía con ese vago terror en la mirada que la ensombrecía cada vez que lo mentaba
-, si algún día te encuentras a Ramón por la calle, no se te ocurra decirle que
me gasto sus dineros en comprarte comida para los gatitos.
-Pero
si son cuatro perras chicas… - le contestaba yo, excusándola.
-Sí,
pero si se entera, me mata.
Y
la mató.
Dicen
que le dio una paliza de muerte. Que había venido borracho, después de perder a
las cartas. Que algún bocazas le había contado que todos los días se gastaba
unos céntimos en mi pescadería, comprando comida para los gatos callejeros. Que
había visto a algún rijoso, o a algún poeta, admirando en silencio sus ojos
claros y su pelo negro. Fue por alguna de esas cosas, o por todas, o por
ninguna. Pero la mató, y cuando se celebró el juicio, él alegó que la había
sorprendido siéndole infiel y la había matado para salvar su honor. Nadie lo
creyó; pero el canalla salió libre y ella, además de muerta, quedo deshonrada.
Desde
entonces la he echado de menos, y también los gatos. Y cada vez que veía a Ramón
se me llevaban los demonios. Cuántas veces lo he maldecido. Cuántas veces he
deseado que el pescado que le vendía reventase en sus tripas. ¡Canalla malnacido!
Hoy
ha salido un sol especial, de esos que en las mañanas de otoño doran las calles
y las escamas de los pescados. Hoy, las vecinas del barrio se dan la noticia.
-¿Sabes
que el bestia de Ramón se murió ayer? Por lo visto, se atragantó con una espina
de dorada y se ahogó. Y como es viudo y vive solo, nadie lo pudo ayudar…
Y
yo he mirado al cielo y a la farola bajo la que se arremolinan los gatos. Y una
sonrisa de triunfo y de desquite se ha pintado en mi rostro. Después, me he
reído con todas mis ganas, porque ayer, el único puesto del mercado que servía
dorada era el mío.
Hace
mucho que no viene, pero los gatos siguen esperándola junto a la farola, y allí
se congregan a la hora en que ella los alimentaba; aunque, desde que faltó, soy
yo la que les lleva un ranchito de pescado cuando acaba mi jornada.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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