El tema era, nada menos, que la originalidad y sensibilidad de un calcetín. ¡Toma ya! Y fue iniciativa de nuestra nueva compañera Inma. Ahí va lo mío:
ORIGINALIDAD Y SENSIBILIDAD DEL CALCETÍN.
También podría haberse titulado
este escrito “La estéril prestancia del pie derecho” o “La truculenta sensación
de arrastrar las gónadas por el suelo”, y aún sería peor. Así que no me estrujo
más la mollera, aunque con este título no se pueda hacer milagros. Por eso, una
vez cumplido con el ineludible deber de mencionar el tema propuesto por
nuestras dos nuevas, hermosas, jóvenes e inteligentes, aunque incógnitas,
compañeras de tertulia, he escrito lo que me daba la gana, con permiso del
respetable.
Vamos allá: Piederecho era un
pie, como su nombre indica, al igual que su hermano Piezurdo, que aunque parecía,
más o menos, su imagen especular, no se le asemejaba mucho en cuanto a carácter
y maneras. Para empezar, Piederecho era medio centímetro más corto que su
hermano y estaba colocado al final de una pierna dos centímetros más larga. Eso
daba al Jefazo - o sea, al dueño de todos los órganos y miembros que conformaban
el individuo en cuestión -, una forma de andar un tanto inestable, unos dirán
que impertinente o chulesca y otros que simplemente torpe. Como consecuencia de
esta desigualdad de movimientos, era siempre Piezurdo el que tropezaba en los
escalones, sobre todo desde que el mencionado Jefazo se había comprado unas
gafas de esas progresivas que, si miraba para abajo con sus ojillos
astigmáticos, parecía que andaba con el suelo a la altura de los testículos que,
por cierto, también eran una pareja de hermanos: Huevodiestro y Huevosiniestro,
ambos colocados uno encima del otro, sorprendentemente, por evidentes
necesidades funcionales relacionadas con la locomoción del interfecto. Bueno,
pues, como os decía, Piezurdo siempre era el que tropezaba y al que se le rompían
los calcetines. Hasta tenía un callo en la punta de su dedo índice, que era el
más largo de su batería digital, sobrepasando holgadamente al presuntuoso y
hortera Pulgar, el de la uña pétrea. Por eso, cuando el gran jefe se compraba otro
par de zapatos, no se los probaba en el pie derecho, como todo el mundo, si no
en el izquierdo, después de explicarle a la aguerrida vendedora que “éste es el
más grande”. Y ello enfurecía a nuestro amigo pedestre, que nunca tenía la
oportunidad de opinar sobre un zapato nuevo, ni siquiera sobre un calcetín, cuya
idoneidad siempre se ensayaba en su hermano, a pesar de que él era el más guapo
y el más ágil.
Pero aquel día ya fue el colmo.
Al Jefazo le había dado por comprarse unos horribles calcetines a rayas, con
los colores del arco iris, o sea como la mismísima bandera del Movimiento Gay,
y Piederecho, que era muy machote, no lo podía tolerar; con lo que a él le
gustaban las sandalias, las chanclas y las babuchas que, además de ser del
género femenino, no necesitan calcetines. Pero el idiota de Piezurdo, seguramente
para fastidiarlo, se introdujo en el calcetín multicolor sin ninguna objeción
y, es más, una vez dentro separó los dedos en una clara señal de complacencia.
Y es que, al parecer, el tejido del dichoso calcetín proporcionaba al usuario
una sensibilidad muy especial, además de ser sumamente original. El Jefazo se
sintió satisfecho y, sin pensarlo más, metió a Piederecho en la pareja del
calcetín de marras. Verdaderamente, su
contacto era muy agradable y fresco, aunque su originalidad cromática no le
hacía ninguna gracia. Así que, a la primera ocasión que tuvo, una vez dentro
también del zapato, empezó a hurgar en la tela elástica con la uñaza del
pulgar, hasta hacerle un irreparable agujero.
-Hala,
se me ha hecho un “tomate” – exclamó el Jefazo al quitarse el zapato y ver el
desaguisado -. Si es que estas fibras nuevas son una porquería.
Y
se puso unos calcetines grises de lo más discreto, para satisfacción de Piederecho
y frustración del desdichado Piezurdo que, por cierto, había cuidado de su
calcetín arco iris con sumo esmero y lo mantenía incólume. El homófobo Piederecho
insinuó que lo que le pasaba a Piezurdo era que tenía una venita muy delicada y
sospechosa; ya me entendéis…
Qué tontería.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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