El tema de la Tertilia Literaria era "Vejez y Adolescencia". Yo escribí esto que os pongo. A ver qué os parece:
EL VIEJO ADOLESCENTE.
Yo era viejo.
La vida había sido generosa conmigo y casi todo lo que quise vivir ya lo había
experimentado. Estaba de vuelta de todo. Y ni mi cuerpo ni mi espíritu ansiaban
ya nuevas aventuras. Al menos, así lo creía yo. Por eso hacía ya tanto tiempo
que no me interesaba por nada. Ni un sabroso plato de comida excelentemente
guisada, ni un viaje a un lugar exótico y sorprendente, ni siquiera una
aventura carnal con alguna mujer apetecible, ni el pequeño placer de un
cigarrito o un vaso de vino, ni una música lejana, ni el vuelo de una gaviota,
ni el caminar aciago de un escarabajo podían ya despertar mi curiosidad. Y se
dice que uno envejece cuando pierde la capacidad de asombro. Pero es que yo
vivía en un “dejá vu” permanente. Ya nada me parecía nuevo, sorprendente,
interesante, digno de atención. Como el viejo poeta desengañado, había oído ya
todos los cuentos y me sabía ya todos los cuentos. Así es que languidecía bajo
el porche de mi casa enjalbegada, viendo pasar a la gente por el camino, a los
pájaros por el cielo y a las ideas fútiles por mi cabeza embotada por el tiempo
y la vida rutinaria. Era un hombre anciano, vegetal, hierático, inconmovible.
Nunca pensé
que la novedad iba a llamar a mi puerta sin que yo la requiriese. Era por eso
que no me preocupaba de mi aspecto, y permanecía indiferente al efecto que
pudiera producir en los demás. Y así me sorprendió escuchar la voz de aquella
mujer de raro atractivo. Se me acercó, me tomó la mano y se inclinó a mi oído
para decirme muy quedo:
-Detrás de tus
ojos adivino un universo de inmensidades. Y sé que de tus labios podría escuchar
historias asombrosas, pues en tus sienes veo las huellas de la experiencia. Yo
soy extranjera y quiero conocer esta tierra. A cambio te mostraré los secretos
del lugar de donde vengo. Ha sido un viaje tan largo…
Y me llevó
adentro, a la torre donde, cada anochecer, me espera una cama de blancas
sábanas, con olor a limpio y a fresco, en su semipenumbra. Desde hace mucho
tiempo di por hecho que esa estancia era de uso exclusivamente nocturno, como la
crisálida de mis sueños. Ahora recuerdo que en mi dormir, a veces, despertaron
los ímpetus que yo creía dormidos para siempre, convencido como estaba de mi senectud.
Ella se
desvistió. No le costó mucho hacerlo, pues todo su atuendo era una túnica
blanca, virginal, que apenas disimulaba sus formas delicadas y magníficas, sus
largas piernas y sus pechos portentosos. Después me ayudó a desvestirme y
comprobé que, a pesar de mi edad, mi cuerpo se conservaba todavía a salvo de la
ruina definitiva. Durante un tiempo, más allá del tiempo, vivimos sobre aquella
cama que fue nuestro nido y nuestro refugio. Hablar y amar, amar y hablar fue
nuestro quehacer, fue nuestra vida, solo interrumpida para que yo pudiera comer,
dormir y asearme. Curiosamente, ella no dormía ni comía ni necesitaba otra cosa
que escucharme y responder a todas mis preguntas y deseos. Hasta que una mañana,
cuando ya nos lo habíamos dicho todo, se dio por satisfecha y se fue de mi cama
para siempre, con un beso fugaz y una sonrisa.
Al marcharse,
ella había cumplido, quizá, con su misión en este mundo, y yo me sentía de
nuevo como un adolescente de piel suave, de hermosos cabellos sedosos y oscuros,
de cuerpo perfecto y lleno de energía.
Era otra vez
un semidiós, como en los lejanos tiempos de mi primera juventud, pero con toda la
experiencia atesorada en mi veterano espíritu. Y el tiempo no discurría ya para
mí. Siempre es ahora y lo será para siempre.
Ni siquiera me
extrañó verla desnudarse tras la casa, despojándose de su envoltura humana
para, con su verdadera apariencia de criatura sideral, introducirse en el
objeto ovoide que había venido a por ella para regresarla a las estrellas.
¿Era un ángel?
En ese caso, los ángeles tienen sexo. Os lo puedo asegurar.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
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