En la última reunión de nuestra tertulia teníamos que presentar un trabajo sobre la "cocina perfecta", y este fue el mío. A ver si os gusta.
LA COCINA PERFECTA.
“EL RACONET, Cuina Artesana”, era el mejor restaurante del valle de
Guadalest. Tenía un gran prestigio en platos típicos como la Olleta de Blat, el
Llegumet, el Bollitori, la Pericana y otros muchos inventados o perfeccionados
por el cocinero y propietario Pep Rovira. El maestro Pep era, más que un
cocinero, un artista consumado y un fanático de la cocina, que presumía de no
haber tenido jamás una queja de un cliente. Los más distinguidos gourmets del
mundo pasaban por el prestigioso restaurante rural para degustar las exquisitas
viandas que, con primor y genialidad mediterránea, servían el bueno de Pep y
sus diligentes camareros. Pero un día, una bella señorita vestida en plan
ejecutivo con traje-chaqueta de color gris impecable y larga melena ondulante,
paró su coche deportivo ante el establecimiento y, abriendo un portafolios,
mostró a Pep el producto que ofertaba a todos los restaurantes de la zona.
-Buenos días, soy Lilí, agente comercial de la casa Merthomix, la de los
famosos robots de cocina. Estamos comercializando un nuevo modelo industrial
destinado a los restaurantes. Se trata de una máquina capaz de cocinar menús de
hasta 100 kilogramos de contenido. Está completamente informatizada y se maneja
desde una pantalla táctil en la que usted escoge la receta, echa los
ingredientes por la abertura superior, y ella se encarga de todo, incluido el
sacrificio indoloro del animal que usted quiera servir. Puede, por ejemplo,
cocinar un pavo relleno de castañas y pasas con yerbas aromáticas, echando el
pavo vivo, las castañas sin pelar, las pasas y demás ingredientes. El aparato
sacrifica al animal, elimina por un desagüe plumas, huesos, vísceras y otros
desechos triturados, pela las castañas y elabora el guiso; sirviéndolo en
platos individuales.
El prestigioso cocinero enmudeció por unos minutos, mientras contemplaba,
con gesto sobrecogido, las fotografías del flamante aparato en el catálogo de
la vendedora.
-Pero, esto… destruye la creatividad del cocinero. El arte de la cocina
desaparece.
-Son los tiempos que corren, don Pep – le contestó la vendedora -. El
plato obtenido es el mejor de los platos posibles. Nunca la improvisación
humana podrá superar a una máquina programada expresamente para obtener comidas
perfectas.
-Pero – objetó Pep -, si todos los restaurantes compran esta máquina, en
todas partes se servirán los mismos platos, con idéntica calidad… insuperable.
-Efectivamente; pero el restaurante que no tenga esta máquina servirá
comidas de calidad inferior y perderá la clientela – dijo ella en un tono
ligeramente intimidatorio.
-Claro… Entonces, el arte de la cocina ha muerto – concluyó Pep con la
mirada turbia.
-Pues sí, señor, ha llegado la hora de la cocina perfecta. Y eso es ya inevitable.
Pep, después de pensárselo un rato, decidió comprar la máquina, que le traerían,
a los pocos días, unos montadores que se la dejaron perfectamente instalada en
la cocina.
Aquella noche, después de que se fueran los últimos clientes y los
empleados, el cocinero puso en marcha el aparato, mientras a duras penas
conseguía reprimir su desconsuelo. A continuación fue echando por la abertura
superior las patatas, los tomates, la sal, las especias y el resto de ingredientes
complementarios de un sabroso guisado de albóndigas de ternera con patatas, y
escribió una nota para su ayudante, que dejó junto a la pantalla y que decía:
“Paco, me tengo que ir por un tiempo, así que te dejo al frente del negocio. La
máquina nos ha hecho el plato del menú de hoy, que es un guisado de albóndigas.
Solo tienes que apretar el botón que pone “servir” y marcar el número de platos
que necesites, y te los irá dando por la portezuela de abajo. Las raciones que
sobren, las congelas para servirlas más adelante. Adiós, socio.”
Después se desnudó, guardó la ropa, se encaramó a la máquina y se fue introduciendo
por la abertura superior; alargó el brazo para apretar el botón de “inicio” y
terminó de entrar, mientras la tapa se iba cerrando sobre él.
Todavía
le dio tiempo a decir: “¡Que aproveche!”
Miguel Ángel Pérez Oca.
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