Ayer, sintiéndolo mucho, no pude asistir a la Tertulia de la Bodega Adolfo, aquejado de un ataque de ciática (o algo parecido) que todavía me tiene fastidiado. El tema de la tertulia era "El Egoísmo" y yo escribí un relato que no pude llevar para que lo leyera mi amigo Miguel Sarceda. Como no quiero que se pierda, lo pongo en el blog y así los que quieran lo pueden leer. Espero que guste.
EL GAITERO DE ALLENDELMURO.
Desde
la ventana ojival más alta de su torre, el barón Roderico
contemplaba sus tierras y esperaba, como todos los vecinos de
Allendelmuro, la señal del comienzo de la jornada. Estaba
amaneciendo y el sol apuntaba sus fulgores por entre las dos peñas
negras que obstruían la salida natural del valle y lo convertían en
un mundo aislado. El único nexo de su feudo con el exterior era la
tenebrosa y angosta Garganta del Grito, impracticable en los
inviernos nevados y cerrada en todo tiempo por una muralla de cuyo
portón solo él tenía las llaves. Allá abajo, los labradores
también aguardaban, con los arados dispuestos; y el herrero, en su
fragua, con un enorme martillo en la mano. Incluso el fraile de la
ermita de San Gualterio no empezaría a tañer su campana hasta oír
la primera nota del gaitero. Todo el valle, como en cada amanecer,
permanecía en suspenso...
En
eso, desde lo alto de una roca próxima a los neveros, el liberador
sonido de una lejana gaita comenzó a penetrar en todos los ámbitos.
Sus notas inefables se extendieron por bosques, prados, bancales y
cercados, resbalaron sobre las tersas aguas del lago y se fueron por
los aires hasta rebotar en las altas paredes montañosas, despertando
ecos que hacían de contrapunto y respuesta a la melodía primera.
Diríase que el verde de los abetos era más verde y el azul del lago
más azul, que los pulmones de los lugareños respiraban un aire más
puro, libre ya de las miasmas nocturnas, y que los animales del
bosque habían aparecido de súbito. El fraile tañó su campana y el
herrero comenzó a golpear una pieza de metal incandescente; y entre
ambos daban ritmo a las cadencias de las alturas. Los campesinos
cantaban viejas melopeas mientras sus yuntas tiraban de los arados y
abrían surcos al unísono. Las mozas corrían de un lado a otro,
preparando sus labores con las mejillas encendidas. Y hasta los
viejos y las viejas mostraban sus sonrisas desdentadas, agradeciendo
el día más de vida que les anunciaba la gaita del cabrero Rufo
desde su altísima peña.
-Qué
hermoso despertar – susurró la joven esposa del barón, mientras
salía de su aposento desperezándose con voluptuosidad -. Esa música
que baja de las montañas me llena de paz.
Y
el barón Roderico sonrió para sí. Había llegado la hora de
sorprenderla con un obsequio inesperado. La reciente boda, pactada
entre sus dos nobles familias, necesitaba la sanción de un cariño
que aún no había cristalizado en el pecho de aquella dama
maravillosa.
-Todo
cuanto desees de este valle es tuyo, querida mía – le dijo en tono
solemne -.Y si lo que te complace es esa música, te la regalo. Ahora
mismo ordenaré a mis guardias que nos traigan al cabrero Rufo, para
que viva aquí y nos acompañe con su gaita en las horas de asueto.
A
partir de ese día el valle permaneció en silencio. Solo en los
salones del castillo unos pocos privilegiados podían escuchar los
sones de la gaita, que repetía sus melodías en un tono cada vez más
melancólico. Y llegó un invierno muy duro. El lobo diezmó a las
indefensas cabras de los prados altos. Los labradores habían
trabajado sin ganas, odiando al amo que les robó la música, y la
cosecha fue mala. Varios abortos y muertes infantiles anonadaron a
las familias. Las mozas languidecían con las mejillas pálidas. El
fraile no tenía ánimos para tañer su campana. El herrero olvidó
su martillo en la fragua. Y todos los vecinos de Allendelmuro se
sumieron en la desolación.
-Mi
señor – dijo un día la joven baronesa -, desde que la música no
los despierta por las mañanas, los hombres y mujeres de este valle
se mueren de pena. Creo que Dios nos va a castigar por nuestro
egoísmo. Rufo suspira junto a su gaita y, cuando la toca, su música
me parece la más triste del mundo. ¿Por qué no lo dejas volver a
su morada, para que puedan escucharle todos?
Poco
después el cabrero se alejaba del castillo, camino de su cabaña y
su aprisco. Y al amanecer siguiente, la noticia del regreso de Rufo a
las prados altos se había extendido por todo el valle. Los
campesinos aguardaban expectantes junto a sus aperos, las mozas
asomaban por las ventanas sus mejillas coloradas, el fraile esperaba
bajo su campana y el herrero, frente al yunque...
Y
de las alturas, como si viniese del mundo exterior, llegó la añorada
música que daba vida a los labradores y sus compañeras, a las
mozas, a los niños y a los viejos; incluso a los bosques y a las
aguas del lago, en armonía con los ecos que, desde los precipicios,
se esparcían por la comarca. Ese año habría una buena cosecha en
Allendelmuro y los recién nacidos alegrarían a las familias.
El
barón Roderico aprendió entonces que hay bienes que se disfrutan
más si se comparten con los otros. Y en premio a su generosidad
recibió al fin el amor de su bella esposa.
Desde
aquel día está abierto el portón que cerraba el valle.
Miguel Ángel Pérez Oca.
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