EL ÉTER Y LA NADA.
Alberto era un tipo gracioso, con su pelo alborotado, su gran bigote, sus ojillos pícaros y su constante sonrisa irónica. Siempre vestía el mismo traje gris y jamás llevaba calcetines. Distraído y ensimismado, salvo cuando se trataba de admirar a una mujer hermosa, se pasaba las horas, en las que había poco trabajo en la oficina, leyendo revistas científicas alemanas y tomando tazas y más tazas de café, que el portero le subía desde la cafetería de la esquina.
Aquella
tarde interminable, Alberto permanecía sumido en la lectura de un artículo que,
por lo visto, le interesaba sobremanera, mientras tomaba notas y desarrollaba
fórmulas en una servilleta de papel.
-¡Eureka!
– gritó de pronto, sobresaltándome hasta el punto de que se me cayó la probeta
que sostenía en la mano derecha.
-¿Qué
te pasa, amigo? Pareces Arquímedes.
-Es
que lo soy, Giuseppe, lo soy. Acabo de descubrir que el éter no existe.
-¿Qué
éter? ¿El etílico, el quinto elemento de los clásicos…?
-No.
El éter físico, el medio por el que se supone se propagan las ondas de la luz –
me respondió solemne, mientras se rascaba nerviosamente su nariz semítica.
Y
ante mi divertido asombro, desarrolló, seguramente por primera vez en la Historia,
su teoría que había de cambiar para siempre los principios de la ciencia
moderna.
-Han
vuelto a repetir el experimento de Michelson y Morley, esta vez con un
interferómetro de 32 metros de recorrido, y da los mismos resultados que
en 1887. Es decir, no da resultado
alguno. Vaya la luz en la dirección que vaya, su velocidad es la misma, 299.792
kilómetros por segundo. Es como si el aparato, que han instalado en Cleveland,
estuviera inmóvil en medio del espacio vacío, a pesar de que nuestro planeta
viaja a 107.000 kilómetros por hora alrededor del Sol y a más de 1.000
alrededor de su eje, en la latitud del laboratorio. O sea: la velocidad de la
luz es un valor absoluto. Siempre es la misma, independientemente de la
velocidad de la fuente emisora, pero también del receptor. Así que… ¡no existe
el éter…! Aunque, Giuseppe, ¡eso no es todo! Si esa velocidad es absoluta en
todo el Universo, como proponía Galileo para el tiempo, debe ser el tiempo el que
es relativo… Si viajásemos por el espacio a bordo de dos balas de cañón a
velocidades distintas, mi tiempo y el tuyo no serían el mismo. ¿Me entiendes,
amigo?
-Pues
no sé, Alberto… - le contesté desconcertado – Yo solo soy un pobre estudiante
de Química.
-No
me llames Alberto; me llamo Albert, Albert Einstein, y aunque trabajo de
modesto empleado en esta Oficina de Patentes de Berna, soy doctor en Física.
-Bueno
– me excusé –. Yo soy de Lugano, y mi lengua es la italiana. Así que tú,
maldito sabihondo, para mí te llamas Alberto y eres un genio o un loco. No
sabría decirte.
Y
los dos nos echamos a reír.
Cuando
ahora veo su imagen en las enciclopedias ya sé que era las dos cosas.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
(500 palabras)
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