LA MANZANA Y LA LUNA.
El jovencito pálido,
de aspecto enfermizo, se aburría como una ostra desde que cerraron la
Universidad a causa de la epidemia y tuvo que refugiarse en la casa de mamá y
el reverendo. Desde que murió papá, y mamá se casó de nuevo con el pastor antipático,
nadie le hacía mucho caso, aunque él, ya acostumbrado a la soledad, había
encontrado un buen refugio en sus estudios, convirtiéndose en el “empollón” de
la clase. Por otro lado, mamá carecía por completo de conversación, y al pastor
lo sacabas de la Biblia y se quedaba mudo. Así que el joven, arisco y raro como
él solo, prefería marchar al jardín, sentarse a la sombra de un árbol, y
pasarse las horas muertas leyendo algún libro…
Y entonces
ocurrió algo que para cualquiera hubiera parecido banal, pero que para él iba a
resultar trascendente.
Del vecino manzano
se desprendió una fruta grande y roja que, en un corto trayecto vertical, fue a
dar en el suelo y rebotó contra el césped hasta llegar rodando a la mano
blanca, con venas azuladas, del jovenzuelo sorprendido.
Y al alzar la
vista para averiguar la procedencia del proyectil, sus ojos dieron con una
magnífica Luna creciente que asomaba entre las copas de los árboles.
-¿Por qué la
manzana cae y la Luna no? – se preguntó.
¿Por qué la
masa de la Tierra forzaba a la manzana a viajar hacia el centro planetario, y
la Luna, que gira a su alrededor, no se desprendía de los cielos y nos golpeaba
como un gigantesco martillo pilón?
Y el muchacho
imaginó a la manzana sirviendo de proyectil de artillería, lanzado por una
carga de pólvora hacia el horizonte. Tras el fuerte estruendo del arma, la bala
vegetal describiría una curva parabólica y caería a tierra a unos cientos de
metros del artillero. ¿Y si doblásemos la carga de pólvora? Pues la curva se
alargaría y la manzana llegaría mucho más lejos. Y Así, con un cañón gigantesco
y una carga explosiva enorme, y siempre que la Tierra no tuviera una atmósfera
que frenara al proyectil, éste habría alcanzado la velocidad precisa para
rodear el mundo, paralelo al suelo, y acabar matando al artillero de un impacto
en la nuca.
-
¡Maravilloso! - se dijo el jovenzuelo sabihondo -, aunque para eso es necesario
que exista una fuerza de gravedad universal que reine sobre manzanas y
satélites, y que se propague con un poder directamente proporcional a las masas
implicadas e inversamente al cuadrado de sus distancias mutuas.
Para despejar
cualquier clase de duda y poder sentir el orgullo de haber destronado a
Aristóteles, tendría que hacer diversos cálculos: Necesitaría saber la
distancia de la Tierra a la Luna, la velocidad a la que ésta recorre su órbita,
y la masa de los dos cuerpos… Afortunadamente, en la pretenciosa biblioteca del
reverendo podría consultar todos esos datos.
Vaya, pues ya
no se iba a aburrir. Ya tenía el jovenzuelo Isaac Newton trabajo para sus
forzadas vacaciones durante la epidemia.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
(500 palabras)
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