LA MINA
El
caballero D’Asfeldt era un general borbónico que llegó a Alacant poco después
de la Batalla de Almansa. Venía con su ayudante, el coronel Ronquillo, y una
tropa de 19.000 hombres, que plantaron su campamento en una línea que comenzaba
en la ermita de Los Ángeles y terminaba dos kilómetros más al SO., según se
puede ver en el plano titulado Plan of the City and Castle of Alicant
de Findals y Rapins, en History of England . Venían de
quemar Xátiva y tomar Denia y estaban decididos a conquistar Alicante para
Felipe V. En Xátiva cuelgan boca abajo el retrato del rey Felipe V por la
salvajada pirómana de D’Asfeldt, pero los alicantinos tenemos que reconocer
que, sin embargo, a nosotros nos libró de los ingleses. Si no hubiera sido por
ese caballero y sus hombres, Alicante, junto a Gibraltar y Menorca, hubiera
formado parte de la rapiña geográfica del Imperio Británico.
La
Batalla de Almansa (25 de abril de 1707) fue el gran descalabro austracista que
dio la victoria a los Borbones y les abrió el Reino de Valencia, cuya capital
se rendía el 4 de mayo. Es curioso que en esa batalla, que tan funesto
resultado tendría para los valencianos, no luchó un solo maulet en defensa de
sus queridos fueros. Solo hay constancia de unos pocos ciudadanos de Xixona que
lucharon como exploradores a caballo… ¡para el bando borbónico! Son datos que
no se suelen recordar por los nacionalistas. Porque no nos engañemos, aquella
era una guerra internacional, por intereses dinásticos y aristocráticos, y en
un lado luchaban soldados profesionales ingleses, portugueses, hugonotes
franceses y austriacos, mientras en el otro iban franceses y españoles del
interior de la Península. Nadie, allí, luchaba por patriotismo.
El
día 29 de junio, Felipe V abolió los fueros y desapareció la figura del
Justicia elegido por insaculación, entre los nobles locales, para ser
sustituida por la de Corregidor, nombrado a dedo por el Rey, entre los mismos
nobles. En el fondo, no había cambiado nada en el viejo régimen, aparte de una
cierta modernización administrativa y una férrea centralización, que fortalecía
al Estado, a imitación de lo preconizado por Luis XIV de Francia, aquel que
dijo: “El Estado soy yo”.
Bueno,
pues en diciembre de 1708, D’Asfeldt, Ronquillo y sus soldados se presentaron
ante Alacant. E inmediatamente tomaron la ciudad al asalto, con la simpatía de
los alicantinos borbónicos. Pero el Castillo era otra cosa. Defendido por el
jefe Richard, un inglés católico que no se llevaba demasiado bien con sus
subordinados, anglicanos, a los que tenía que demostrar a todas horas su
patriotismo, no se dejó amilanar por el enemigo y se propuso resistir a toda
costa.
D’Asfeldt
quiso solucionar el asunto rápidamente y por la tremenda, ante el temor de que
los sitiados recibieran ayuda de la flota británica, que ya lo había intentado
infructuosamente en una ocasión. Y mandó construir bajo la Cara del Moro un túnel
muy profundo, que iba a cargar el 14 de
febrero de 1709 con 1.200 quintales de pólvora. El tío quería volar todo el
monte Benacantil con su castillo, y casi lo consigue.
Richard
no cedió a la amenaza y provocaba a los borbónicos con bravatas desde la torre
del homenaje, de manera que a las 4 de la mañana del día 4 de marzo de 1709, el
coronel Ronquillo encendió la mecha, mientras los oficiales ingleses celebraban
un desafiante banquete con el poco vino y la escasa carne de caballo que
quedaban en la miserable despensa.
Los
testigos relatan que no se oyó ningún estruendo, sino que la tierra, por todo
el Benacantil, se puso a temblar como si de un terremoto se tratase, y la torre
del homenaje, con todos los jefes ingleses dentro, saltó por los aires, con
otras torres y baluartes de la fortaleza, en medio de una nube de humo negro
que rezumaban las grietas en la roca. También resultaron destruidas muchas
casas de la población y muertos ochenta alicantinos. El monte, cuarteado desde
entonces, resistió, aunque a la Cara del Moro se le cayó un pedazo de nariz.
Por lo visto, los ingenieros franceses habían subestimado la potencia de sus
explosivos.
Los
supervivientes de la explosión, unos 600 soldados, cabos y sargentos (oficiales
no había quedado ni uno), aguantaron todavía mes y medio en el castillo en
ruinas, hasta que la flota británica vino a por ellos y los borbónicos los
dejaron embarcarse con todos los honores.
Así
fue como Alacant se libró de ser un segundo Gibraltar.
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