martes, 10 de diciembre de 2019

NEFANDO, NEFANDO...






El tema de la tertulia de ayer era "NEFANDO" y yo presenté este trabajo que espero os guste:


LA EDIFICANTE VIDA DE SAN NEFANDO DE PELENDENGUE.

            Terminaría llamándose Nefando y fue un hombre de fe sólida e inquebrantable, al cual, su obsesión por combatir el pecado y conducir a la conversión a los infieles lo había llevado a ingresar en una orden de misioneros viajeros. Conocedor de que los habitantes de la isla Pelendengue vivían en constante abominación carnal, decidió salvar sus almas y se plantó en la orilla de aquella tierra virgen con un báculo en forma de cruz, una Biblia, dos mudas y un tosco hábito de lino por todo equipaje.
            Los pelendenguinos vivían desnudos y practicaban la coyunda de manera promiscua en cualquier sitio y momento, según les vinieran ganas. Y en esto no había normas, que así como folgaban los hombres con las mujeres, no era raro ver a algunos practicar la sodomía entre machos, las caricias lesbianas entre hembras, o incluso gozar grupos de ambos sexos en impúdicas orgías. Pero lo que más indignaba al buen fraile era que aquellos individuos ahítos de pecado eran felices y no se avergonzaban de su vida soez y rijosa. Eso sí, las consecuencias de sus actos las tenían asumidas y cuando una mujer quedaba preñada, la cuidaban entre todos, y los niños pasaban a ser protegidos por la comunidad, que no conocía la noción de paternidad. Porque la única regla que seguían los nativos de Pelendengue era la de no disgustar a nadie, repartiéndose los bienes y trabajos entre todos, sin rey ni caudillo que lo ordenase.
            Era una situación intolerable a ojos del fraile misionero que, subiéndose a la roca más alta de la isla, los increpó moviéndolos al arrepentimiento. Y los nativos, pacíficos y cordiales por naturaleza, lo escucharon atentamente y, para no disgustarlo, decidieron darle la razón y seguir sus enseñanzas que, aunque no les resultaban gratas, debían ser buenas, viniendo de un sabio hombre blanco.
            Cuando muchos años más tarde, el ya anciano fraile se marchó de la isla, rumbo a una merecida jubilación, pudo contemplar a un pueblo sumiso y vestido a la europea que lo despedía en silencio. Vivían todos en casas familiares de ladrillo, y en lo alto de Ciudad Pelendengue había una primorosa catedral. No eran felices como antaño, pero tampoco pecadores, pues la culpa reprimía sus ancestrales instintos. Formaban una nación de mujeres avergonzadas de sus devaneos juveniles, de hombres atormentados por sus pasados pecados y presentes tentaciones, de machos celosos, de homosexuales ocultos, de amores culpables, de miedo al escándalo, de constante vigilancia del comportamiento ajeno, e incluso de justicieros crímenes pasionales, en los que la lujuria se pagaba con la vida. Al margen de la sociedad quedaban las prostitutas y los niños ilegítimos, confinados en miserables arrabales que permanecían segregados de la virtud institucionalizada. Pelendengue era una sociedad perfecta gracias a la ingente labor del viejo misionero.
            Y entonces, una voz poderosa dijo desde más allá de las nubes:
-¡Llámate Nefando, pues nefando eres, que diste por culo a todo un pueblo! – y desde entonces se le conoce como San Nefando de Pelendengue.

                                                                       Miguel Ángel Pérez Oca.

                                                                             (500 palabras)

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