LA LOSA DE GRANITO.
En el centro del templo a oscuras, bajo la losa, se oía, como un susurro, aquella vieja vocecilla aguda y familiar que, si uno afinaba el oído, decía: “Mañana no estaré aquí, mañana no estaré…”
Abajo, en la cripta maloliente, húmeda y putrefacta, los espectros se miraban unos a otros.
-¿Qué dice la Bestia? – preguntaba un viejo miliciano, fusilado en Aragón - ¿Dice que se marcha? ¿Dice que ya no quiere humillarnos más, yaciendo sobre sus víctimas?
Y nadie le respondía.
Amaneció un día nublado, pero sin lluvia como las jornadas anteriores. El rumor de dos helicópteros rompía la paz de la sierra y retumbaba por todo el valle. Varios coches habían parado en la explanada donde antaño daban sus desaforadas voces los seguidores del tirano.
Un grupo de elegantes individuos, revestidos de falsa dignidad, se encaminó hacia la recia y gigantesca puerta de bronce, que sortearon por un portillo. Dentro aguardaban los operarios y los funcionarios.
Tras una tensa espera, las puertas se abrieron de par en par, y los estirados descendientes del ser abominable bajaron las escalinatas llevando a hombros el deteriorado féretro, que introdujeron en un coche fúnebre que los aguardaba. Y tras un corto trayecto, se detuvieron junto a un helicóptero en el que, tras algún esfuerzo, consiguieron colocar el descompuesto ataúd. Ya todo estaba consumado; y con las aspas batientes del vehículo volador se fueron del valle de los muertos todos los viejos duelos y rencores, todas las alharacas y gritos de los verdugos, todas las deudas del tirano…
Se hizo de noche, bajo una Luna menguante que apenas podía iluminar la explanada vacía. Y sin embargo, se podía ver la figura grácil de una mujer paseando junto a las columnatas. Se trataba de Julia, maestra de escuela fusilada en 1937 por haber osado enseñar a los niños las disolventes teorías de Darwin. Tras ella, apareció, surgiendo de las sombras, don Samuel, un cura valenciano asesinado solo por ser cura. Y después, en apretado pelotón, varios millares de milicianos, defensores de Badajoz, fusilados por haber querido enfrentarse a la columna asaltante de legionarios y marroquíes. Y muchos otros y otras, muertos en bombardeos, en batallas del frente, en secuestros nocturnos, unos por ser obreros sindicalistas, otros por ser patronos ricos, muchos condenados por ser reos de Auxilio a la Rebelión (“Pero si fueron ellos los que se rebelaron”, decían algunos), por ser de derechas o de izquierdas en terreno contrario, por haber tenido pleitos con algún vecino calumniador, o, simplemente, por haberse puesto en el camino de una bala…
De todos los rincones del país empezaron a llegar miles de fusilados y muertos de miseria carcelaria: trabajadores, estudiantes y poetas. Eran las víctimas de 40 años de dictadura de aquel monstruo que llevaban los obispos bajo palio.
Y cuando estuvieron todos en la explanada de los viejos gritos, guardaron silencio sin reparar en las ideas ni en los uniformes de unos y de otros. Y se abrazaron bajo la Luna.
España había recuperado la dignidad.
Miguel Ángel Pérez Oca.
(500 palabras)
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