EL REGALO.
Man
22 era el único superviviente de la expedición. Hacía ya 30 años que la
gigantesca nave Myflower II había aterrizado en Wonder 81 después de un largo
periplo espacial, y allí se había quedado para siempre, inutilizada por el
impacto. Los 32 tripulantes, hombres y mujeres, que habían sobrevivido al
accidente, decidieron colonizar aquel mundo rebosante de vida. Pero cuando
descubrieron que ya estaba poblado por una raza inteligente del todo similar a
la humana, con un remoto y olvidado origen común, se desató una guerra por el
dominio del planeta. Los wonderanos eran gente muy bella, sabia y civilizada, pero sus convicciones pacifistas y
respetuosas con la naturaleza le impedían defenderse de las mortales armas de
destrucción masiva empleadas por los terrícolas. En unos pocos meses, todos los
nativos fueron exterminados, aunque se sospechaba que un reducido grupo de
ellos se había refugiado en unas cuevas cercanas a la cumbre del volcán Nuevo
Strómboli.
Pasaron
los años y una rara enfermedad fue matando a los colonizadores, que en ningún
caso lograron reproducirse. Había quien sostenía que el mal de la lepra
galáctica había sido creado por los nativos en algún laboratorio secreto de las
cuevas donde estaban ocultos en espera de la aniquilación total de sus
enemigos, tras la que volverían a ser dueños de aquel mundo maldito.
Inexplicablemente,
el mal no atacó a Man 22, que ahora, único superviviente, anciano y débil,
contemplaba el extraño paisaje del planeta, sentado sobre una caja vacía, a la
sombra de la nave maltrecha y oxidada, mientras recordaba con añoranza a su
antigua pareja, la bellísima Woman 31, muerta de la enfermedad en los primeros
años de la colonización. Hacía ya tanto tiempo que no besaba en la boca a una
mujer, que casi se había olvidado de cómo se hacía…
Más
allá de las estribaciones del volcán, vio avanzar a una lejana figura. En
principio desconfió de su vista, ya tan castigada por los años y la radiación
ultravioleta del cielo wonderano. Pero, el ser que se acercaba era una mujer
magnífica, bellísima y desnuda, que venía directa hacia él. Era una nativa y,
seguramente, venía a matarlo, para consumar el exterminio de los invasores
terrícolas.
Era
justo. Los nativos tenían derecho a vengar las atrocidades de los humanos. Y la
esperó serenamente, aguardando la muerte.
-¿Vienes
a matarme? – dijo el anciano, ofreciendo su pecho – Estoy dispuesto.
-No
voy matarte. En realidad vengo a hacerte
un regalo.
Y
se acercó a él y lo besó en la boca apasionadamente. Aquel beso tuvo la virtud
de devolverle la vida, y de repente sintió cómo un torrente de energía recorría
su cuerpo.
-Mis
hermanos también murieron del mal que trajisteis vosotros en vuestra nave
contaminada. Ahora solo quedamos tú y yo que, milagrosamente, hemos resultado
inmunes a esa enfermedad.
Y
Man 22 vio su propio reflejo en el cristal de una ventanilla de la vieja nave.
Y observó maravillado que, a pesar de su edad, se veía como un hombre muy
joven.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
EL REGALO.
Allí estaba,
sobre la mesa, un paquete envuelto en papel de regalo, y con una cinta dorada
con su lazo, bajo la cual descansaba un sobrecito. Abrió el sobre y leyó la
tarjeta que contenía solo un escueto “Felicidades”. Conocía al remitente, pero
desde hacía un tiempo, no se fiaba de nadie. ¿En qué podía consistir el regalo?
Desde que había adquirido cierta notoriedad por sus valientes artículos en la
prensa, ya había recibido varias amenazas de muerte. La última supuso para ella
un trauma difícil de borrar en el ánimo. Afortunadamente, la policía detectó a
tiempo el paquete bomba que, seguramente, la habría matado. Por eso desconfiaba
de todos.
El remitente
era amigo, pero ¿y si alguien había falsificado su firma? A lo mejor el paquete
de regalo solo contenía libros, o un perfume, o algún juguete de hojalata de
los que ella coleccionaba, o una muñeca, o una prenda de vestir, o… una joya
con una proposición amorosa, o sexual, o quién sabe.
El caso es que
no se atrevía a abrir la caja. Aunque tampoco se atrevía a tirarla a la basura.
Quizá contenía algo de mucho valor. Pero aceptarlo podía significar que asumía
un compromiso que condicionaría su futuro. Podría contener un tentador soborno
que comprometería su ideología y malograría su carrera de periodista. O el
contenido podía estar envenenado y producirle una muerte lenta y desagradable,
o simplemente albergar un explosivo que la fulminase.
La indecisión
la angustiaba. Se dirigió a la cocina y se sirvió un whisky mientras no dejaba
de mirar de soslayo al dichoso paquete. Pensó que debería llamar por teléfono
al remitente para asegurarse de que era él quien lo había mandado, pero… ¿Y si
era un agente de alguien interesado en acabar con ella y sus artículos? Él
siempre le había parecido una persona honesta y hasta le gustaba físicamente,
pero, en este mundo de intereses ocultos y dinero fácil, nadie estaba a salvo
de sospechas.
No. No lo
llamaría, porque, además, él podría sentirse ofendido y se rompería el encanto
del regalo. Pero, ¿era de verdad un regalo?
De pronto, en
un arrebato, cogió el paquete como si le quemase en las manos, salió a la calle
y lo echó en el cubo de la basura de la esquina. Después regresó a casa corriendo
y se parapetó tras la puerta.
Un mendigo
pasaba por la calle, como hacía todas las mañanas, con la esperanza de
encontrar algo útil en los cubos de la basura. Y al llegar a la esquina, un
brillo dorado había llamado su atención. Vio el paquete y después de mirar en
las dos direcciones, lo escondió bajo su gabardina harapienta y se dirigió con
paso rápido a la chabola donde malvivía. Una vez allí comenzó a rasgar el papel
de regalo con impaciencia. Dentro de la envoltura había una caja de cartón con
la marca de un conocido establecimiento del centro. Y con una gran sonrisa en
su boca mellada, procedió a levantar la tapa…
Miguel
Ángel Pérez Oca.
REVOLUTIÓNIBUS.
Nos sirvieron bazofia a la hora de
aprender.
Luego, cuando ya éramos
suficientemente tontos,
nos alimentaron con banalidades,
y se inventaron enemigos para
culparlos de todo.
Y nos hicieron creer que si nos
uníamos a ellos,
contra “los malos”,
vendría a nosotros el edén prometido
por el dios Mercado.
Y así consiguieron ser nuestros
líderes.
Y los votamos una y otra vez.
Y cada año vivíamos peor:
trabajábamos más y nos pagaban menos.
Pero la culpa nunca era suya, sino de
“los malos”:
de los inmigrantes, las feministas,
los rojos, los parados…
Y ellos, mientras, en sus palacios de
alabastro,
acumulaban fortunas superfluas
que no necesitaban,
porque sabían que en el reparto,
nuestra pobreza les era más útil que
sus riquezas.
Vivían como dioses
y se reían de nosotros…
Cando ya no les hagamos falta,
cuando las máquinas hagan todo el
trabajo,
nosotros también seremos sus
enemigos,
también seremos “los malos”,
y un ejército de androides que ni
comen ni se cansan
nos destruirá,
y nos extinguiremos para siempre.
Y ya no hará falta la telebasura,
ni la prensa de las noticias falsas,
ni los símbolos manipulados;
ni siquiera unas sepulturas dignas,
porque muertos seremos más baratos…
Y todo por no haber sabido
desenmascararlos a tiempo.
Miguel
Ángel Pérez Oca.
3 comentarios:
Miguel, todo un regalo.
Buenas tardes, Miguel: Ya sabes que soy un admirador tuyo, como persona, como escritor y como artista (tardío y provinciano; en Madrid serías un crack) Me encanta lo que escribes y cómo lo escribes. Sigue. Manolo Jorques
Gracias, Manolo y Unknwn. Lo mejor de esto de ser tardío es que a mi edad estoy empezando.
En cuanto a provinciano, ¿existe un lugar mejor que Alacant?
Un abrazo.
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