EL IMPOSTOR SAULO KIMERA.
Crisóstomo López era muy feo. Y el nombre no le favorecía, precisamente. Así que pasó una juventud muy triste. En los guateques de su adolescencia siempre fue Crisostomito, el chaval desvalido y solitario que solía ocuparse del tocadiscos. Nunca ligaba, mientras alguno de sus amigos podía alardear de que había tenido aventurillas eróticas con chicas muy hermosas; porque era bien parecido y tenía un nombre sonoro y atractivo, como Adrián o Pablo o Andrés… Si al menos ellas le hubieran llamado Cris, pero como era tan feo y lo tenía tan asumido…
Un día Crisóstomo se miró al espejo y decidió que su vida iba a cambiar. Tenía que mudar de piel, como las serpientes. Necesitaba estar en posesión de una cualidad que resultase atractiva a las féminas; aunque no aspiraba a vivir grandes amores románticos, eso no iba con su carácter. Él se hubiera conformado con ligar y acabar echando algún polvete, como sus amigos guapos. Pensó en fingir que era torero o futbolista; pero hubiera sido descubierto muy pronto, porque para ser futbolista hay que jugar partidos y para torero hace falta matar toros. Y él no poseía la fuerza atlética ni el valor propios de tan nobles profesiones.
-Ya está – se dijo –, fingiré ser poeta.
Lo primero sería buscar un seudónimo apropiado. Y lo encontró enseguida, un nombre sonoro y un apellido exótico: Saulo Kimera. Se dotó de una nueva epidermis indumentaria: capa negra y sombrero de alas anchas que disimulasen su fealdad, ya suavizada bajo un poblado bigote y unas gafas redondas de montura negra. Y se puso a escribir versos.
Bajo esa ostentosa piel de poeta, no se le daba nada mal jugar con palabras tiernas y grandilocuentes. Así que muy pronto publicó su primer poemario. E igual de pronto se puso a seducir admiradoras, muchas de ellas muchachas que antes no le hacían caso cuando pinchaba discos en los guateques.
E inmediatamente pasó a los hechos y se dedicó a fornicar, que era lo que le interesaba. Los versos apasionados, los lamentos de amor malherido que escribía, le hacían reír en secreto, porque él no era nada romántico y los despreciaba en lo más recóndito de su alma. Para él eran solo chorradas, burlas ocultas a las mujeres que lo habían ignorado antes de ser fascinadas por su parafernalia poética.
“Puedo escribir los versos más desesperados esta madrugada…” escribía, y esa noche, y muchas otras, satisfacía su lujuria.
Pasaron los años, Kimera se casó varias veces mientras, sistemáticamente, ejercía de amante insaciable, sosteniendo varios romances simultáneos. Ganó gran fama de poeta, de la que se avergonzaba. Y se murió una noche, en la cama de una amante ocasional. Falleció en pleno orgasmo y nadie pudo borrarle la sonrisa de satisfacción cuando lo amortajaron. Parecía estar dirigiéndose a todas sus conquistas, para decirles: “Os he engañado a todas… y a todo el mundo”.
Pero, sin habérselo propuesto, nos dejó una magna y genial obra poética que todos admiramos.
Qué gran impostor fue Saulo Kimera.
Miguel Ángel Pérez Oca.
(500 palabras sin el título y la firma)
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