El tema para esta tertulia consistía en escribir un relato en el que uno o varios contertulios fueran asesinados. Pero yo no tenía ganas de asesinar a nadie, así que confié el trabajo sucio al tiempo:
EL MES QUE VIENE TODOS CALVOS.
Allí estaban, tan satisfechos,
tan ingeniosos, tan simpáticos, tan atrevidos… ¡Cómo los odiaba a todos! Los
hubiera asesinado allí mismo con mi pistola de rayos laser. ¡Terrícolas de
mierda! Por culpa de esa estúpida especie me había tenido que pasar 7 años como
observador mimético, destinado a esta tertulia de escritores y escritoras de
alto nivel intelectual - ideales para ser espiados -, embutido en un traje
espacial que imitaba la apariencia de un ser humano. 7 años fingiendo ser uno
de esos seres idiotas que presumen de ser “sapiens”. Ay, que risa, sabios… Los
odiaba, los quería ver muertos, y si no fuera por los preceptos inviolables programados
en mi sector mental electrónico desde mi nacimiento, ya me los habría cargado.
Pero
ya no podía aguantarlos más, así que solicité vacaciones a la Mente Suprema. Le
dije que necesitaba ausentarme de mi puesto por un tiempo. “Solo un mes”, fue
su respuesta. Yo hice cálculos y llegué a la conclusión de que tenía suficiente.
Aquella noche
me dirigí al castillo de Santa Bárbara. Me desprendí de mi envoltura humana, la
guardé en un bolsillo y trepé con mi cuerpo de lagarto por la que ellos llaman
“La Cara del Moro”, hasta alcanzar el supuesto ojo de la vetusta formación
natural. Allí dentro, inaccesible a los humanos, estaba mi nave, verde y satinada,
con su maravillosa forma vegetal. Le ordené mentalmente que se abriera y así lo
hizo, mostrándome su espacioso interior. Era una de esas naves con geometría
modulada, mucho más grande por dentro que por fuera. Vista desde el exterior no
abultaba más que un pepino terrestre, y sin embargo por dentro superaba la
capacidad de un habitáculo de cien metros cuadrados, con toda clase de
comodidades. Me senté frente al navegador de ondas mentales y le ordené que
partiera inmediatamente hacia el espacio. Y ya fuera de la atmósfera, con la
Tierra azul debajo y las estrellas sobre mi cabeza reptiliana, aceleré a fondo,
compensando el aplastante impulso con anti-gravedad, y me puse en unos
instantes a una velocidad muy cercana a la de la luz. Invertí un mes de mi
tiempo en ir a la brillante estrella Cástor, situada a 52 años luz, y regresar.
Y cuando volví a colarme por el ojo de la Cara del Moro solo habían
transcurrido 30 días para mí, pero en este mundo habían pasado más de 104 años.
Me
volví a colocar el traje espacial con forma de cuerpo humano y me dirigí al viejo
Hotel Abba. Ahora es un museo donde se muestra la sala en la que se reunía la
Tertulia del Filandón, que albergó a la más destacada comunidad de escritores
de la famosa Generación del 18. Allí estaban los retratos de todos ellos y
ellas… ¡Incluido el mío mimético! Pero los odiosos tertulianos y tertulianas del
Filandón estaban todos muertos, después de un siglo. Ya no los tendría que
sufrir más. Era como si yo mismo los hubiera matado. En fin… ¡Maravillas de la
relatividad!
Miguel
Ángel Pérez Oca.
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