Monumento a Giordano Bruno en Campo di Fiori (Roma)
La tumba de su verdugo, San (?) Roberto Belarmino en el Gesú (Roma)
EL CULPABLE.
El fraile herético
había sido declarado culpable del peor delito que la Iglesia de entonces
castigaba, no con la muerte, puesto que hipócritamente sostenía que “la Iglesia
aborrece la sangre”, sino con su entrega al brazo secular, que era el encargado
de castigarlo de la manera más conveniente, que, por cierto, siempre era la
muerte en la hoguera; porque la hoguera tiene, como cantaría siglos después el
genial Javier Krahe “un qué sé yo, que solo lo tiene la hoguera”. Y es que el
espectáculo edificante formaba entonces una parte fundamental de la institución
religiosa. Sin embargo, el acusado, cuando oyó la sentencia del Santo Tribunal,
había respondido insolente: “Maiori forsam cum timore sententiam in me fertis, quam
ego accipiam”, o sea: “Pronunciáis vuestra sentencia con más miedo del que yo
siento al escucharla”. Así… con dos cojones.
Y
es que el fraile herético no era cualquier infeliz. Lo de menos, para el
Cardenal Juez Instructor, eran sus afirmaciones de que las estrellas son soles
como el nuestro, rodeados de planetas habitados por gente como nosotros. No,
eso podía ser calificado como craso y absurdo error filosófico, pero no como
herejía peligrosa. En cambio, su concepto panteísta de un Universo infinito y
eterno que es el cuerpo de Dios; y de Dios, como alma de ese Universo; del
átomo, como unidad mínima e indivisible de alma y cuerpo; de la identidad de
los seres según las formas en que se organiza la materia atómica; de la
eternidad del Espíritu Universal al que todos pertenecemos en una realidad
grandiosa, donde la muerte no es más que una anécdota; todos esos postulados
eran los que irritaban a los teólogos del Santo Oficio, porque presentaban un
Dios infinitamente más grande y maravilloso que el limitado, celoso y cruel Señor
al que ellos decían representar. Y les resultaba intolerable que el reo
pretendiese superar la religión oficial con una idea tan por encima y tan fuera
del control de los administradores morales del castigo y el perdón. No lo
podían consentir. Por eso lo habían declarado culpable de ser, a más de un repugnante
hereje, un temible heresiarca.
Ahora,
el Cardenal se sentía necesitado de confirmar la culpabilidad del filósofo con
cualquier señal significativa, y espiaba su martirio desde una discreta ventana
de la torre más alta de su palacio. A esas horas de la madrugada, cuando las
llamas iban a contrastar con un cielo todavía cuajado de estrellas invernales,
el condenado, desnudo, era atado al poste, sobre la pira. No podría manifestar
al pueblo sus perniciosas teorías, dado que una escarpia sujeta a su boca le atravesaba
la lengua, no fuera a convencer a algún ingenuo, o a algún pecador en potencia,
de unos argumentos que, de creerse ciertos, se resolverían en una inversión de
la culpa. Porque entonces, alguien podría pensar en él como la víctima de unos
jueces prevaricadores.
-¡Besa,
besa la cruz, maldito arrogante! – gritaba el Cardenal para sí, cuando vio que
el hereje rechazaba el crucifijo que le ofrecía un sacerdote; mientras el
verdugo se acercaba ya, indiferente, con una antorcha encendida en la mano.
Porque besar la cruz hubiera sido un gesto de arrepentimiento que confirmaría
su culpabilidad. Entonces, generosos, los clérigos presentes hubieran
autorizado al ejecutor a que lo estrangulara antes de que padeciese los dolores
terribles de la cremación. Pero aceptar la culpabilidad significaba absolver a los
jueces; y eso era algo que el condenado no les concedería. No había llegado
hasta allí para perder la integridad por miedo al dolor.
Entre
el público expectante había una bellísima mujer atormentada por la pena de ver
consumirse en el fuego a su amado. El fraile la vio desde lo alto de la pira y,
desgarrando definitivamente su lengua, gritó por encima de todas las cabezas:
-¡Giulia!
¡Giulia! ¡Amore mío…! – y después recuperó la serenidad y esa enorme dignidad
con la que murió desafiante, firme y silente entre las llamas.
Y
el Cardenal, aunque nunca lo confesaría, ni siquiera a sí mismo, se vio
culpable; y se sintió pequeño y asqueroso como un gusano.
Miguel Ángel Pérez Oca.
1 comentario:
Pobres gusanos, compararlos con Roberto Belarmino, "padre de la Iglesia" como el viejo putero arrepentido Agustín, San. La hipocresía de la iglesia católica llaga al extremo de llamar "relajación" a la muerte por sentencia aplicada sin ninguna posibilidad de defensa. Respecto a Bruno no dejo de compararlo con Miguel Hernandez. A él también se le exigía el "arrepentimiento". Miguel dijo tras la visita de Dionisio Riduejo y su amigo Cassio: "se creen que Miguel Hernandez se vende como una puta barata". Lo dejaron morir podrido, de asco en la infame enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante. Por cierto, Miguel Hernandez también tuvo su Belarmino. Almarcha.
Eusebio Pérez Oca
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